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Volvimos a París. Un viaje breve, una escapada que significó muchas cosas: recuperar una libertad de movimiento que, tras lo vivido, sabe a imposible, poder intentar mirar al mundo de nuevo, regresar a una ciudad que amamos, donde fuimos felices y de la que guardamos bellos recuerdos. París es una ciudad especial para mi familia. Mi padre, que siempre ha estado enamorado de París, nos ayudó a descubrirla a su manera, una forma única de mirar las ciudades y de recorrerlas.

Los cuatro hermanos hemos viajado en distintas ocasiones con mi padre a París. Hemos sido felices callejeando, visitando museos, paseando junto al Sena, entrando en cabarets y lugares de fiesta.

Hacía mucho tiempo que no viajábamos a París. En momentos grises, llegamos a pensar que no volveríamos nunca. A veces la vida se detiene y te deja en la tristeza. Entonces solo deseas esconderte en un caparazón y olvidarte del mundo.

Volvimos a París, porque se impuso la vida. Éramos mi padre, mi hermano Tomeu y yo, un triángulo perfecto. Bebimos vino en las braseries de la ciudad, nos reencontramos con las rutas hermosas, los lugares bohemios, las plazas y las calles.

A mi padre se le iluminaron los ojos. Recuperó aquella energía desbordante, la curiosidad, la necesidad de descubrir. Me emociona verle así, compartir esa capacidad increíble de observarlo todo con una mirada nueva.

En una galería de Montmartre, de noche oscura, un hombre estaba sentado en una butaca con la mirada fija en los cuadros de su exposición. Los edificios se alzaban con esa elegancia que suele tener la belleza. Las calles vibraban, llenas de gente. El Sena seguía ahí esperándonos desde los siglos. Buscamos música, libros, imágenes, como siempre.

Tuvimos conversaciones imborrables, en ese marco que invita a calmar los resquemores del alma. Callejeamos sin rumbo. Nos perdimos para volver a encontrarnos, y perdernos otra vez. Bajo el cielo de París