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Pasear por Palma y preguntarte dónde está tu ciudad. No la de tu infancia, la que guardas en la memoria, la de los tiempos pasados o la que la nostalgia dibuja con trazos que nunca han sido ciertos.

No es esa Palma, no, sino la Palma presente. La ciudad que disfrutas o padeces a diario, la que pateas, por la que circulas, en la que vives. Y llegas a la conclusión de que de no ser por el mar y por esa herencia en piedra que nos ha dejado la historia, como ciudad, Palma podría ser cualquier otra.

Su identidad se ha ido diluyendo en los últimos años por una mezcla de desidia, ideología y falta de ambición que han conseguido lo que no pudieron los siglos: que Palma sea una ciudad urbanísticamente invisible y notoriamente mediocre.

Un alcalde, 14 concejales y nada menos que 53 altos cargos al servicio de un proyecto de ciudad que no existe ni tan siquiera en sus cabezas. Por supuesto sostenible, inclusiva, feminista, plural y todos los adjetivos al uso. Pero más allá de toda esa farfolla, aplicable lo mismo a una ciudad que a unos grandes almacenes o a un aeropuerto, ¿qué tenemos?

La planificación urbanística es algo más que peatonalizar calles sin ton ni son y mucho menos hacerlo sin plantear alternativas. Es prever por dónde crece la ciudad y anticiparse a los problemas de movilidad que eso comporte. Es ordenar la circulación, contando con el transporte privado y el público, sin demonizar el primero ni olvidarse del segundo y teniendo en cuenta algo tan básico como que si se cierra una vía, sin dar otras opciones, por fuerza se colapsará la siguiente.

El ‘modelo de ciudad’ no es algo que pueda improvisarse ni plantearse de forma unilateral, ignorando que las calles son espacios vividos y que vecinos y comerciantes tienen bastante más que decir que lo que se les deja. Y que si se oponen a una reforma, no es siempre por una mera resistencia al cambio sino, demasiadas veces, por puro sentido común.

No es limitarse –por ejemplo– a cerrar el centro de la ciudad como si de un gueto se tratase. Ni socavar la paciencia de quienes viven en él, perdidos en una maraña de prohibiciones y reglamentos absurdos, mientras ven como sus calles se degradan y sus comercios se cierran. Y menos aún, para ser sustituidos por tiendas de alimentación o de souvenirs setenteros, sin más estética o respeto al entorno, que las prisas por abrir la persiana y hacer caja.

Tener una idea de ciudad, en fin, no implica siempre dejar huella ni empeñarse en salir en una foto inaugurando lo que sea.

Supone caminar como lo hace el ciudadano, mirando hacia el cielo y, sobre todo, hacia el suelo. Porque a él no se le escapa el pavimento sucio, las baldosas levantadas o los bordillos rotos, ni la carrera de obstáculos a la que se enfrenta quien empuja un carrito de bebé o una silla de ruedas. Pero tampoco la basura que no se recoge, los cables que cuelgan de las fachadas, los grafitis en las paredes o la oscuridad en los callejones.