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Pese a la tendencia a montar megagimnasios con precios que rompen el mercado, dispuestos con todo tipo de salas (musculación, fitness, spinning, etc), donde los figurines queman calorías a ritmos modernos, uno se niega a sustituirlo por la dulce fragancia de la lona machacada, hierro sudado y camisetas desgarradas. Porque es en los gimnasios de barrio como el Body Power donde uno siente esa sensación positiva que genera en el organismo la irrupción de las endorfinas.

Arnold Schwarzenegger equiparaba una buena congestión muscular con un orgasmo. A pesar de las diferencias, no hay duda que sólo aquel que entrena entiende de qué habla el exgobernador de California. Ten seguro que eso sólo se halla entre barras y mancuernas y, en menor medida, entre máquinas de diseño, colores pastel, salas repletas de cadenas de clones de bicicletas y cintas de correr o elípticas. Yo siempre me moví en gimnasios de barrio. Estuve años en el desaparecido gimnasio Apolo, luego en el Deltoides, y finalmente recalé en el Body Power (entre medias otros gimnasios de barrio) que, como la aldea de Ásterix y Obélix, resiste irreductible al invasor: los megagimnasios asépticos y fríos, con controles de acceso, poca comunicación y dispuestos a tragarse al pez pequeño. Un gimnasio de barrio se caracteriza por la proximidad entre dueños, monitores y clientes, ese calor fraternal que sustituye en parte al hogar, hasta el punto que esas personas hospitalarias que visitas a diario se convierten, fruto de su entrega y afectuosidad, en algo similar a un pariente.

Épocas de todo tipo, alegres, eufóricas, juventud atrás, madurez de golpe, los 60 en el catalejo, tiempos de decaimiento, crisis, pero ahí siguen, dando cobijo a todos los que disfrutamos entre extenuantes sentadillas.