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El turismo ha sacado de la miseria a millones de personas de todo el mundo. Es un hecho y seguramente debemos estar agradecidos. Pero, al mismo tiempo, es un fenómeno dañino que destruye y afea todo lo que toca, creando clones de sitios cutres en los más diversos puntos del planeta. Crea empleo, pero lo hace de forma temporal –al menos allí donde el sol solo brilla durante una parte del año o sufren periódicamente tifones o huracanes– y con trabajos de bajísima cualificación. La consecuencia inmediata es que allí donde se vive del turismo la mayoría de los jóvenes abandona los estudios y se conforma con el nivel formativo más escueto para dedicarse a servir mesas, hacer camas o conducir motos acuáticas para guiris.

Una sociedad de analfabetos que espera ansiosa la llegada de los turistas para poner en marcha la caja registradora. Aun así, volvemos al principio: porque la caja trabaja sin parar y da magníficos, rápidos y fáciles beneficios, en especial a los empresarios y al Estado vía impuestos. Todo eso está muy bien, pero a veces hay que saber salirse del camino para cambiar la perspectiva. Donde se vive del turismo todo se ve en clave turística y eso es una inmensa desgracia que podría perdonársele a un tío que tiene un bar o un souvenir, pero no a un Gobierno, que está demostrando tener la mirada idiota.

¿Se puede decir que bienvenida sea la erupción de un volcán porque eso atraerá más turistas? Por favor, que esa gente se dé una vuelta por Pompeya y luego hable. Una catástrofe natural siempre es terrible y temible.