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Armengol ha regresado a la ruta del tranvía, la constante promesa nunca consumada de la autonomía balear. No hay ciclo político que quede huérfano del compromiso de reconstruir esta infraestructura, que dejó de funcionar hace más de sesenta años. Pero a la hora de la verdad todo queda reducido a dibujos y a llamativos anuncios hueros. Apostar por el transporte público es loable e inteligente. Produce votos. Pero el tranvía urbano es un dinosaurio muy difícil de digerir.

Francina ha aprovechado el debate de política general para relanzar el globo. Dice que lo empezará en el 2023 para enlazar Son Espases con el centro de Palma y partir desde ahí hacia el aeropuerto cubriendo zonas costeras. Asegura que cuenta con centenares de millones europeos.

Pero hay que mirar la realidad de cara: un tranvía, además de carísimo, conlleva un impacto enorme en una ciudad saturada como Palma. ¿Alguien cree que será posible hacerlo pasar por las repletas Avingudes, combinándolo con taxis, autobuses y una legión de coches privados sin armar un taco descomunal?

En 1997 Joan Verger, conseller de Foment y presidente del PP, ya se sacó un proyecto de del cajón. Le gustaba la idea. Quería vagones alegres en vez de las aburridas cajas grises centroeuropeas. Verger impulsó el tren a Manacor -luego realizado por la izquierda- y su president, Jaume Matas, el Pla Mirall y el Parc Bit. Pero el tranvía se quedó en el congelador. En legislaturas posteriores lo intentaron Francesc Antich, cuyo anhelo de hacerlo arrancar desde el Portitxol hacia Son Sant Joan fue agua de borrajas. Matas construyó el Metro y numerosas autovías, pero jamás el tranvía. La realidad se imponía.
Ahora es Armengol la que se mete en el patatal. Pero a última hora, cuando queden poquitos meses para agotar legislatura, cuando sea sólo una promesa recién iniciada, no sea cosa que el monstruo electrificado le trocee las urnas.