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Desde que Zapatero abolió el pacto constituyente y decidió legitimar la pretendida nueva España vinculándola con la Segunda República, los partidos de izquierda han vivido con pasión retrospectiva la rememoración de la Guerra Civil, con un enfoque maniqueo y distorsionado de los hechos. Lo que los viejos roqueros saldamos en la Transición, la izquierda de hoy lo revive y alienta el enfrentamiento entre nuestros nietos. El mensaje es simple, como todos los populistas: hubo un bando que encarnaba el mal del fascismo y otro inocente de toda culpa, que representaba la libertad y la justicia. De esta forma, los crímenes del franquismo respondían a una diabólica política de exterminio, mientras que los del bando republicano eran la justa respuesta del pueblo oprimido.

El más grande de los engaños es identificar a los revolucionarios antifascistas de entonces con la República y la democracia. Comunistas, anarquistas (cenetistas y faístas) y trotskistas del POUM no lucharon por la República burguesa que consagraba la Constitución de 1931, lucharon por la revolución. Los estrategas de la memoria democrática engañan a la sociedad cuando confunden a aquellos antifascistas con luchadores por la democracia, que en aquellos años estaba en horas bajas frente a las dos grandes ideologías totalitarias que se abrían paso: comunismo y fascismo, que estaban sustituyendo a las democracias liberales en varios países europeos. Anarquistas y trotskistas combatieron a la República desde el principio y protagonizaron tres intentonas armadas entre 1931 y 1932, emplearon la estrategia de huelgas generales salvajes y causaron unos 200 muertos. Si Durruti o Nin levantaran la cabeza y vieran que la izquierda de hoy los incluye en el bando demócrata-burgués, se liarían a mamporros con tanto farsante. Los socialistas, después de desplazar a los moderados Besteiro y Saborit y haber perdido las elecciones de 1933, cambiaron su estrategia y, liderados por Largo Caballero e Indalecio Prieto , derivaron hacia la revolución y la dictadura del proletariado y, en 1934, asestaron a la República un golpe revolucionario que costó mil quinientos muertos. En 1936 los comunistas hicieron un uso instrumental de la República: primero, ganar la guerra; después, hacer la revolución y convertir España en un Estado subordinado a la Unión Soviética.

La mayoría de la derecha tampoco albergaba un espíritu democrático. El modelo de Estado de la CEDA era autoritario, a pesar de no haber roto la legalidad republicana. Los otros partidos de derechas (carlistas, monárquicos y falangistas) tenían como objetivo común acabar con la democracia republicana. Sí hubo partidos y grupos sociales que defendieron la democracia y la República: Izquierda Republicana de Azaña , los liberales de Alcalá Zamora , otros liberales progresistas y conservadores, catalanistas moderados y el sector socialista de Besteiro.

Fue una época de intolerancia en la que eran muy pocos los que tenían convicciones democráticas. Se vivía el periodo que antecedió a la Guerra Mundial en el que Europa cayó presa de la brutalización de la política, como la calificó E. Nolte . Una vez comenzada la guerra, del estado republicano quedó una cáscara vacía y a la legalidad republicana se superpuso la brutalidad revolucionaria. Mucho antes de acabar la guerra, la República había muerto.

La memoria democrática responde a un revisionismo que pretende borrar de la memoria de los españoles los crímenes perpetrados por los antifascistas de aquellos años y resaltar los del otro bando. De esta forma, la izquierda intenta presentarse como única heredera de los valores democráticos republicanos y le deja a la derecha el deprimente papel de heredera del fascismo. La memoria democrática ni es memoria ni es historia ni es democrática. No es memoria, porque ésta es individual y subjetiva, no colectiva. No es historia, porque ésta es una disciplina científica y no admite una versión oficial; la historia, en una sociedad libre, no se basa en la memoria sino en la investigación y el análisis de los datos que sobreviven del pasado. No es democrática, porque quiere imponer una versión oficial partidista y maniquea de la historia y rechaza la libre investigación e interpretación. Es, pues, la negación de la inteligencia, la sumisión de la historia a los intereses partidistas de la actual mayoría parlamentaria. Una versión politizada, artificial, creada por publicistas, activistas de la política, periodistas de parte o historiadores sectarios que crean mitos y leyendas acerca del pasado. Es, pues, una doctrina de Estado.

Sánchez, sumido en sus vacíos culturales o bien, y más probablemente, esgrimiendo la mentira como parte integrante de su ser, tuvo la desfachatez de decir en su viaje a EEUU que la II República es «nuestro mejor pasado» . Si fue así, debería explicarnos por qué el PSOE intentó un golpe de Estado, declaró la huelga general revolucionaria, llamó a la guerra y a la revolución socialista y, al final, con Negrín, se echó en brazos de Moscú. En cualquier caso, el periodo republicano de 1931 a 1939 no es nuestro mejor pasado sino el más trágico y convulso de España en mucho tiempo.