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Vaya por delante que de deporte no sé nada, pero no puedo evitar la tentación de observar desde lejos –y desde mi completa ignorancia– unos Juegos Olímpicos que entusiasman a millones de personas. Recuerdo con claridad el fervor olímpico que se desató en España con motivo de la celebración de Barcelona’92, cuando de pronto parecía que nos habíamos aupado, por fin, a ese reducido club de países que potencian el deporte y apuestan por la vida sana y la excelencia. Fue un espejismo. Pero uno muy bonito. Además de convertir a la Ciudad Condal en el ombligo del mundo, lo que ha dejado un jugoso poso turístico, demostramos al planeta entero que en el país de la chapuza y la trampa también sabíamos ser serios cuando hace falta y organizar unos Juegos que aún se recuerdan con orgullo.

Los atletas españoles conquistaron entonces –el año que viene se cumplirán treinta años ya– veintidós medallas (trece de oro), un récord que nos entusiasmó a todos y que, en cuanto pasó la efervescencia política por el éxito rutilante de nuestros deportistas, se esfumó. En mi ingenuidad habría supuesto que, ya que estuvimos una vez en el Olimpo, desde el Gobierno se intentaría conservar ese privilegio y luchar por seguir ahí, en la cúpula de los elegidos. Qué va. ¿Para qué?, deben pensar los políticos desde sus despachos con aire acondicionado. Que luchen ellos. Y lo hacen, claro que sí, el que tiene dentro el gusanillo de la competición pelea día tras día, durante años, por dar lo mejor de sí mismo. Pero no basta. Por eso desde aquel ya lejano 1992 el medallero olímpico nacional no ha hecho más que adelgazar, a pesar de algunos éxitos sobresalientes.

Desde fuera es lógico pensar que países enormes como Estados Unidos, China o Rusia obtengan muchos triunfos, por una cuestión porcentual. Pero ahí tenemos a naciones similares a la nuestra –Francia, Italia, incluso Holanda o Australia, países con una población muy pequeña– que duplican y hasta cuatriplican nuestros resultados, mientras la estadística muestra cómo los peores resultados se dan en áreas del tercer mundo. Es decir, que hay detrás una variable económica, de inversión, de apuesta. Quizá quienes nos gobiernan consideren el deporte un lujo prescindible, como la cultura, pero suelen ser esos lujos los que engrandecen a un país.