TW
3

Está el mundo revuelto y viene una generación de jóvenes que empieza a cuestionarlo todo. Es un avance. Mucho mejor observar la realidad que nos rodea y hacernos preguntas sobre si eso es lo que queremos o si preferimos que las cosas cambien, que no el modelo de nuestros padres y abuelos, que aceptaban todo con sumisión, con servilismo a veces, para que nada cambie. Quizá aún podamos cultivar la esperanza de que una revolución es posible. Si es sin sangre y sin muertos, mejor que mejor.

Muchas de las cosas que ahora se ponen en tela de juicio le resultan banales a una mayoría, pero esconden su importancia. Como el caso de esas chicas noruegas que se han negado a participar en la competición de los Juegos Olímpicos en bikini. La pregunta lógica es ¿por qué se había aceptado esto desde siempre con total naturalidad? Pues ocurría y mientras los varones juegan a fútbol o a golf, saltan vallas o levantan pesas vestidos y no en bañador (eso se lo reservaremos a los nadadores), estas tenían que proporcionar el insano placer de turno a los machos que miran el espectáculo en la tele porque, además de deportistas de elite, están muy buenas. Ahora una nueva polémica asalta las redes: el maquillaje.

Como ya ocurriera hace un par de años con la depilación femenina, algunas mujeres vienen a cuestionar esa ‘imposición’ que sufrimos las hembras de la especie humana para estar siempre guapas, presentar un color más saludable, para que nuestros ojos parezcan más grandes, desterremos las ojeras y nuestros sean labios más golosos. Aquí discrepo. En la terminología. El uso del maquillaje no es una ‘imposición social’. Yo no me he maquillado en la vida y nunca me he visto desfavorecida en mi carrera laboral. De hecho, las mujeres que ascienden en la escala profesional de mi alrededor tampoco se maquillan.

En lo personal ya es otro cantar. Reconozco la presión. Ese sutil empujón –muchas veces dado por otras féminas, madres, amigas, hermanas– para que te arregles, vistas bien, uses taconcitos, te pintes los ojos, te perfumes. Para que parezcas una mujer sofisticada y no una campesina dejada. Al final es una elección. Personal. Valiente tal vez. Enfrentarte al mundo sin máscaras, sin paliativos. Como eres. Con tus arrugas, tus rojeces y tus labios cortados. Pero tiene un precio.