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Desde que entré por primera vez en una facultad de Periodismo, en los años setenta, hasta ayer, cuando abandoné definitivamente mi vinculación con esta formación académica, de la que he sido profesor en los últimos años, ha pasado una vida. La mía, por ejemplo. Tiempo bien aprovechado por el periodismo para transformarse de forma tal que hoy lo que existía en los ochenta es simplemente irreconocible.

Recuerdo perfectamente que al acabar mi primer curso de la carrera que se impartía en la Universidad de Navarra, llegué a la conclusión de que si todos los secretos de la noble profesión a la que me iba a dedicar se reducían a lo que me estaban enseñando, mi futuro trabajo no tenía el fuste suficiente para justificar una licenciatura. De hecho, en muchos países no se impartía. Tal vez las «dos tardes» que el ministro Jordi Sevilla le dijo a Zapatero que necesitaba para entender la economía hubieran sido poco tiempo, especialmente porque la mayor parte de los mortales no tenemos las entendederas privilegiadas del expresidente, pero estaba claro que cuatro o cinco años enseñando a hacer vídeos, redactar y preparar informativos de radio eran ya entonces una barbaridad.

Para justificar la licenciatura, a los conocimientos centrales de la profesión, las facultades añaden los fundamentos de otras ramas del saber: algo de economía, una pizca de lenguas, un repaso a la historia, una idea de derecho, como quien echa condimentos a una paella. Al final, sale un ñarro bastante inconsistente que durante generaciones ha conformado la base del periodismo: sabemos poco de mucho y mucho de nada.

Por eso, muchos estudiantes que acuden a la universidad a aprender periodismo salen decepcionados. Y más que se desengañan cuando llegan a la redacción de un medio y ven que el día a día les exige bien poco de esos conocimientos, al punto de que hay muchos de sus colegas, incluso muy buenos, que no han pasado por la carrera y no se les nota para nada. Yo creo que se debería haber debatido la propia existencia de esta carrera que, por alguna razón, jamás llegó a ofrecerse en algunos países de nuestro entorno cultural.

En cambio, otra cosa mucho más seria y necesaria es el estudio y la formación en la sociología de la comunicación de masas, en sus efectos sobre los comportamientos, las creencias y las actitudes colectivas y, por supuesto, en sus técnicas, estrechamente vinculadas a las matemáticas. Da igual que se empleen plataformas escritas o audiovisuales, que sean profesionales o no: es el universo que en inglés llaman storytelling, que hoy nos domina y absorbe. Esto es subvertidor hasta de las identidades humanas, al punto de que no sabemos ni siquiera si somos nosotros o si nos están construyendo a su idea y semejanza.

Este sí es un asunto trascendental, de gran calado, al que atienden con especial cuidado aquellos que quieren influirnos, incluso imponernos su ideología. Esto es tan importante que hay organizaciones empresariales, políticas y sociales que han apostado todo a estas cuestiones, dado el tremendo rendimiento que genera su dominio. La verdad parece dar igual: aquí se trata de saber cómo la presentamos, cómo la contamos, cómo la maquillamos. Por ejemplo, ahí tienen a Donald Trump, que hizo de Twitter su boletín oficial; o los gobiernos en España, que contratan periodistas en lugar de técnicos para resolver sus problemas; o McDonalds, que cuando tuvo una caída de ventas cambió el logo para así mantener intocadas sus hamburguesas. Y ahí tienen los movimientos alternativos buscando hacerse un hueco como sea; o los regímenes dictatoriales intentando suplantar fusiles por móviles, o el miedo a las rejas por el miedo a la exclusión social en las redes. Aún recuerdo una reunión en el Obispado de Mallorca en la que mis interlocutores, ante una oleada de críticas derivadas de un asunto relativamente menor, me confesaban que no tenían ni idea de por dónde tirar: la Iglesia católica, la mayor experta que jamás haya conocido la humanidad en estas cuestiones de influir en la sociedad tiene que admitir hoy que está a punto de quedar descolgada en esta carrera; los acontecimientos la han desbordado.

Para mí, hoy ya no hay periodismo tal como lo conocíamos; pero en su lugar, deberíamos estudiar esta omnipresencia de la comunicación que se ha fusionado con nuestras vidas y que condiciona nuestra ideología, nuestros gustos, nuestras compras y nuestra identidad. Nunca antes había sido más importante estudiar qué está ocurriendo, quién nos domina, cómo y por qué.

Pero nuestro sistema universitario tiene la agilidad de un dinosaurio y no aún no ha reaccionado.