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La semana pasada la noticia de su muerte me llegó con el artículo ya hecho y a punto de enviar, así que ahora igual es ya un poco tarde para presentarme aquí con esto, lo sé, pero es que con Raffaella Carrá me ha venido ocurriendo eso siempre. Nunca llego a tiempo.

Recuerdo de mis ya lejanos años del colegio la tarde en que uno de mis compañeros de curso se presentó en clase pasado de vueltas (era un gilipollas) contando que se había cruzado con Raffaella Carrá en al Paseo Marítimo (había no sé qué festival en el Auditòrium). A mí aquello me fastidió doblemente: primero porque aquel tipo era el que peor me caía de toda la clase (a estas alturas ya lo debían de haber supuesto) y segundo porque por la puerta misma del Auditòrium y con sus mismas intenciones había pasado yo también tan solo unos minutos después de él.

Con Raffaella Carrá los españoles hicimos aquel histórico paso del blanco y negro al color que para muchos fue mucho más que cambiar simplemente el viejo televisor del salón por uno nuevo mucho más caro porque coincidió con el paso de la infancia a la adolescencia. Ahora me doy cuenta de que de todas mis musas de entonces, y mira que tuve varias, Raffaella Carrá es la que ha tardado más en morirse. Era la única que me quedaba. Y la única también, ya lo he dicho, a la que pude haber conocido si hubiera salido de casa unos minutos antes. Ahora también he llegado tarde a su necrológica.