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Las dos películas ganadoras en los recientes Oscar tratan de la vejez. O, si prefieren, de la madurez. Poco o nada que ver entre ambas porque cuentan dos historias opuestas que podrían ser partes complementarias de un retrato global. Nomadland es una ‘road movie’ que habla de la vejez autónoma y bohemia, de la mujer resiliente, del trabajo precario que sin embargo puede financiar una radical independencia, de la solidaridad en los márgenes, de la Naturaleza. The father, casi una obra de teatro encerrada en un piso que ha quedado atrapado en un día de la marmota como son las jornadas de quienes padecen demencia senil, trata de la vejez dependiente, del hombre derrotado, del egoísmo burgués. Pero ambas películas tienen que ver con la pérdida. La protagonista de Nomadland ha perdido a su marido, el de The father a su hija y ahora su propia memoria. Quizás la vejez tenga que ver con esto, con la pérdida. De fuerza física, de energía vital, de red social porque algunos o bastantes de nuestras referencias (familiares, amigos, vecinos) han desaparecido. Han muerto como sabemos que nosotros estamos cerca de hacerlo. Esta puede ser una de las diferencias con la juventud o la edad adulta que todavía vive como si fuese inmortal, cargadas de proyectos, ambiciones, hipotecas, compromisos y una larga serie de estímulos cotidianos. Por eso tal vez se publicitan tanto los casos de ancianos (perdón) longevos como la centenaria del pueblo que cumple 100 años rodeada de biznietos o el de famosos octogenarios o casi por los que parece no pasar el tiempo, léase Tina Turner o Trump . Por cierto, el bótox de Joe Biden también vale.