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Por suerte o por desgracia no voy a hablarles ni de ópera ni de Verdi ni de magnicidios. No obstante, la referencia viene a cuento pues se habrán dado cuenta de que en estos tiempos tan convulsos nos estamos acostumbrando a vernos, a mirarnos más bien, cubiertos con todo tipo de máscaras. Hasta en las fotos de perfil de las redes sociales muchos utilizan imágenes con el rostro parcialmente velado por una mascarilla.

En esta especie de baile carnavalesco universal que vivimos desde hace meses, da la impresión de que todos fuéramos más agraciados. Y es que las mascarillas nos sientan bien a todos, feos o guapos, felices o tristones. Tal vez sea porque los ojos sean la parte más bella de nuestro cuerpo, y dejan ver, o adivinar, lo mejor de cada uno. Se puede reír, odiar o amar solo con los ojos, sin ver el resto del rostro, y ahora es como si las miradas se nos antojaran más intensas que nunca, aunque sea en un simple cruce furtivo. Las mascarillas nos tapan, como si fueran un retrato portátil de Dorian Gray, las muescas de toda una vida acumuladas en la cara. Tan es así que de un tiempo a esta parte cuesta mucho reconocer a alguien sin mascarilla, y a menudo es una sorpresa, grata o amarga, desvelar el resto del rostro, como quien desenmascara aspectos encubiertos del alma.

Quitarse la máscara es como desnudarse (reconozcamos que casi todos ganamos vestidos) y, aunque nadie lo diga, resulta difícil disimular el asombro o la decepción propia o ajena al descubrirnos y encontrarnos con algo muy diferente a lo dibujado por nuestra imaginación, que trata siempre de completar lo que no ve con cierta tendencia a la armonía, a la belleza.

Cuidado: la mascarilla puede resultar como el guante de Gilda, pero también como la careta de Darth Vader. La mascarilla nos iguala, pues nos protege y oculta por igual. Quizás por eso algunos se oponen a su uso, pues no quieren que un trozo de papel o de tela estropee años y años de diferenciación. Otros, en cambio, se sienten hasta más cómodos con ellas casi como cobardes malhechores, pues les ayuda a encubrir desde sus miedos a sus intenciones.

No debe ser casual, o quizás sí, que la palabra persona derive etimológicamente del término que se usaba en latín para designar a la máscara utilizada por los actores clásicos.

Los actores antiguos se colocaban máscaras con diferentes muecas sobre su rostro para mostrar al espectador algún tipo de sentimiento, como la alegría, la tristeza o la ira. Supongo que eran los emoticonos de la antigüedad, esas prosopopeyas que tantas palabras mutilan. La diferencia con las mascarillas, que pueden haber llegado para quedarse aunque sea como un complemento de moda que ha perdido su razón de ser original, como un pañuelo o una corbata, es que la máscara de los actores clásicos tenía un orificio en la boca para que las palabras sonaran claramente y pudieran ser oídas por el público, mientras cubrían casi por completo los ojos de los actores, siempre hombres dicho sea de paso, que debían usar máscaras especiales para hacer de mujer. Hoy, las mascarillas dejan los ojos al descubierto y no solo impiden la salida de las temidas micro gotas de la saliva, sino que nos obligan a repetir nuestras frases como abuelitos a los que no funciona el aparato para la sordera. Para lo que hay que oír, decía un tío mío (a lo Pepe Isbert, en paz descansen) cuando le recriminábamos que lo tenía apagado.

Pero, ¿acaso no llevamos siempre una máscara puesta? Pensemos detenidamente en qué momento somos realmente nosotros mismos, e incluso si hay un solo «yo» auténtico.

Todos fingimos más o menos según la situación. Freud y otros nos enseñaron que todos tenemos diversos ‘yos’ o personajes en función del contexto. Todos nos vamos cambiando constantemente de máscara, a menudo varias veces por minuto, cual actores clásicos. Tan solo frente a los seres queridos somos lo más parecido a nosotros mismos y, aun así, seguramente no nos quitamos la verdadera máscara hasta que, ya sin luz ni espejo ante los que rendir cuentas, no nos queda sino enfrentarnos a nuestro rostro definitivo.