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Carlos Monné era un tipo grande: alto y de notable envergadura; también noble, íntegro y empático. Natural de Madrid, era un amante del deporte en general, de la buena mesa y de una extensa charla con los amigos. Simples placeres mundanos que, sin embargo, son la síntesis de una vida gratificante. Le conocí en un gimnasio, el Body-Power, en la plaza de París, de Palma, hará veinte años. Me llamó la atención su excelente sentido del humor, un humor reconfortante, siempre con una broma en la punta de la lengua.

Compartí horas de entreno y charlas amistosas y didácticas con él, que ejercía un papel paternal sobre el resto de clientes del Body-Power, siempre con las palabras adecuadas para levantar el ánimo. Una enfermedad grave se lo ha llevado hace una escasa semana. Una enfermedad con la que bromeó durante largos años porque resultaba una de las dos mejores armas para combatirla. La otra era acudir al gimnasio. «Las pesas son cojonudas, Carlitos. ¿Por qué crees que estoy resistiendo tanto?», me decía con ese carácter fuerte y natural tan propio de él.

Ahora que no está me viene a la cabeza una imagen recurrente: en la terraza del bar Gallego, siete años atrás. Estoy con un amigo tomando algo, aparece Carlos Monné y los presento. Le pregunto cómo se encuentra y él me contesta de guasa: «Jodido pero hasta que el cuerpo aguante». Inmediatamente después, hace una bromita de las suyas que distiende el ambiente. Luego se va. Mi amigo me pregunta qué tiene. Se lo digo. Me responde que sólo resiste la gente con esa capacidad para asumir las cosas. Apruebo su lectura. Tiempo después, mi amigo enfermó y murió. Carlos todavía estaba aquí. Ahora ya no. Me hubiera gustado decirle que sé que las pesas son cojonudas y siempre lo serán.