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El jueves di un paseo por la calle Serrano de Madrid, la Castellana y alrededores, por lo que las conclusiones que siguen no pueden llevarse más allá de ese perímetro. Sin embargo, si a alguien le parece que las terrazas del paseo Mallorca están animadas al mediodía, no ha visto nada. Si se hace abstracción de las mascarillas, cualquiera que deambule por Madrid pensará que no pasa nada extraño: bares llenos, interiores incluidos, gente por doquier, bullicio y alegría.

En Palma, por contraste, aún haciendo el ejercicio de borrar las mascarillas, es evidente que algo extraño ocurre en las calles. El jolgorio madrileño hace pensar que los análisis en torno a la crispación que rodea a las elecciones del martes se olvidan de algo. En la cartelería electoral sólo hay una candidata que sonríe: Ayuso. Se ríe en autobuses, en letreros y por toda la ciudad. Es la amiga que te decía que te fueras de cañas aunque al día siguiente tuvieras un examen complicado, que prometía que sólo sería una, pero se sabía que no era así.

En comparación, Gabilondo es la resaca que tenías el día siguiente cuando suspendías el examen. El posible éxito de la candidata popular no viene por la confrontación ideológica, viene porque invita a la fiesta. Si a Ayuso le hubieran sorprendido en un bar al límite del toque de queda, sus explicaciones no hubiesen sido vergonzosas: habría pagado la siguiente ronda y ya está. Lo de plantear la disyuntiva entre comunismo y libertad entra dentro del juego. En realidad, es entre juerga y penitencia. Todos los demás prometen responsabilidad, dentro de sus propios parámetros, por supuesto, seriedad o seguridad. Sólo Ayuso promete felicidad, aunque sea momentánea. De ahí su posible éxito. El martes por la noche se comprobará si los madrileños se quieren ir de cañas o aprobar el examen. La sensación es que creen que siempre habrá un septiembre.