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Desde que espero que cualquier día me llamen al móvil para ponerme la vacuna he respondido ya a tres encuestas, ando dándole vueltas a la idea de cambiar de compañía telefónica (la competencia me ofrece no sé cuántos de millones de megas más por menos dinero), y dos veces he estado a punto de aceptar que me enviaran a casa completamente gratis un descalcificador para el agua del grifo (solo tenía que pagar seis euros por el transporte, menuda ganga). Por no hablar de la cantidad de conversaciones idiotas que me he visto obligado a mantener con viejos amigos a los que no trago y de la cita que no me quedó más remedio que consentir en concertar en mi banco con un gestor financiero que ni siquiera sabía que tenía porque a él tampoco le había descolgado nunca el teléfono.

Ahora da igual qué número me aparezca en la pantalla del móvil cuando recibo una llamada, que por muy desconocido que me resulte corro enseguida a contestar, no vayan a ser de verdad los de AstraZeneca y me corra el turno por desconfiado. Visto que parece que tardan un poco más de lo previsto en vacunarme, empiezo a pensar si no sería mejor que fuera directamente yo el que de vez en cuando les llamara a ellos para ir controlando cuántos tengo todavía delante en la cola. Así de paso quizás consiga evitar que acaben convenciéndome también para cambiar de compañía de electricidad.