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De jovencito ya estaba medio enamorado de la efe, una fricativa sorda que es de largo la letra más atractiva del alfabeto; por su forma, naturalmente, aunque también por su sonido y por las hermosas palabras que encabeza. Fugaz, fantasma, filibustero, fábula, fortuna, firmamento, falaz, fin, etcétera. Y sesenta años después sigo fascinado con la efe, hasta el punto de que si llevo más de tres minutos sin poner ninguna, noto como si me faltase algo; siento la fastidiosa sensación de estar escribiendo muchas tonterías. No es un asunto ortográfico, sino estético, porque si la efe mayúscula no es gran cosa y parece una E mutilada, la minúscula, con forma báculo o gancho para subir a bordo tiburones boreales, es un hallazgo feliz que se diría procedente de otro alfabeto exótico, tal vez élfico, o algún idioma fantástico cargado de simbolismos sinuosos, probablemente efímeros. Una forma muy rara, a la vez que sutil; un fenómeno de letra que también es un signo matemático, y de los importantes. Nada menos que f de función. Imposible no enamorarse de ella. Escrita a mano se hincha un poco, y puede parecer un lacito barrigudo, o una cinta de Moebius, que es una superficie infinita de una sola cara y un solo borde, pero la tipografía (palabra con efe) la dota de todo su estilizado fulgor, y si miran en la oscuridad un texto con efes, verán que brillan suavemente como fuegos fatuos. Durante bastante tiempo en castellano no disfrutamos plenamente de esta letra fascinante, pues la grafía ph procedente del griego y adoptada por los romanos, la suplía sin ninguna gracia. Disparate estético que de rebote hizo enmudecer a numerosas efes, que se convirtieron en haches desapareciendo para siempre. Pero mejor no tocar ese tema alfabético; lo perdido, perdido está. La efe, decíamos, no sólo es hermosa (hermosa se escribía con efe, otra efe perdida), sino muy inteligente. Prueba de ello es que físicamente se asocia muy bien con la ele, letra simplona pero simpática, y fatal con la pomposa eme, que mantiene a distancia con vocal intercalada. Juntas sería un ruido: ¡Mfff…! En tiempos difíciles, con falsos profetas, la gente se agarra a lo que flote. Yo prefiero pensar en la efe.

Hace dos días fue Sant Jordi. Escribiré este artículo en pasado por dos razones. La más obvia es que la fiesta De la Rosa y el libro fue el viernes. La más secreta es que, este año, he vivido el presente rememorando muchos Sant Jordis anteriores, días que forman parte de la historia de mi vida, y que me ayudan a hacer un mosaico de todo lo que fue.

Sant Jordi siempre ha tenido un significado precioso para mi. Es una de las fiestas más importantes en mi calendario. Cuando era una niña a la que mis padres supieron incentivar el gusto por los libros, la curiosidad infinita por las historias, nos llevaban a mis hermanos y a mi a la Plaza de Cort, donde nos maravillábamos ante la oferta de libros que encontrábamos en cada parada. Cada uno como una propuesta de riesgo y aventura, de vidas distintas y personajes con alma. Durante mis paseos de adolescente por las paradas junto a mis amigos del instituto, curiosos como yo por el mundo de los libros, lectores sorprendidos y hasta incrédulos ante la cantidad de horizontes que los relatos abrían ante nuestras miradas seguí buscando respuestas en lis libris. En mi juventud primera, aquella que estuvo plagada descubrimientos, viví Sant Jordi en Barcelona, la ciudad que se inundaba de rosas y paradas, de libreros, firmas de autores y fascinación por la escritura. Recuerdo mis Sant Jordis pletóricos, de autora que firma libros y tiene la fortuna de conversar con sus lectores. En aquellos momentos mágicos de intercambio de frases y dedicatorias, de saludos sinceros y comentarios afectuosos aprendí a valorar más Sant Jordi. Puedo evocar la Ramblas repletas de gente con libros y rosas en los ojos y las manos. La emoción que despierta de repente la lectura en una sociedad. Cuando apareció mi marido en mi vida, llegó junto a los libros, el sentido de la fiesta y el amor. Pasamos juntos muchos Sant Jordis de rosas resplandecientes. Puedo recordarlos ahora con nostalgia mientras vivo un Sant Jordi de sol en las calles de Palma, buscando entre las paradas protegidas y marcadas por la Pandemia, el rastro de la ilusión por los libros que nos acompañan.