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Conocí a Bachi a principios de los 2000. Senegalés, vendía cedés, yo me solía quedar con algo de chillout siempre que me lo topaba en un bar. Concretamente fue en una cervecería de los Molinos donde lo vi por vez primera. Un cliente le dijo que lo invitaba a un zumo de naranja, Bachi se lo tomó y luego aquel se fue sin pagarlo. Un camarero se lo reclamó de malos modos cuando él se ponía de nuevo en ruta. Bachi se negó y, finalmente yo, un poco achispado y torpe, puse unas monedas en la barra volcando un vaso con el codo. El estruendo fue enorme. El camarero se enfadó, gritó y luego se cansó. Bachi me lo agradeció, me tendió un cedé y luego se fue. Posteriormente me lo fui topando tanto en los Molinos como en la plaza de los Patines. Bachi olía a buen perfume, hablaba castellano y francés, y tenía fijación por sacarse el carnet de conducir, pero siempre suspendía. Aquello le entristecía enormemente. Continuábamos con nuestra dinámica, me mostraba los cedés de chillout, me quedaba uno, le invitaba a un café con leche o a un zumo, charlábamos un rato y luego se marchaba. Me cambié de barrio y dejé de verlo.

Años después, cruzando Blanquerna a la altura del cine Rívoli, un taxista me pitó varias veces, sacó la cabeza por la ventanilla y pronunció mi nombre a gritos de alegría. Era Bachi. Me dio tiempo a alzar el brazo mientras su taxi desaparecía entre la maraña de tráfico del mediodía. En pocas ocasiones, me pongo contento si veo a alguien, por lo general me llevo el móvil a la oreja y finjo contestar a una llamada importante, cruzo de calle, ralentizo mis pasos o acelero según se tercie, pero el caso es que verlo me hizo sonreír. Bachi estaba al alcance de algo que yo nunca he logrado: conciencia de clase.