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España es un sistema parlamentario y por tanto lo lógico sería que los gobiernos reflejaran la mayoría política que a cada legislatura existe en el Congreso. Y que para tener estabilidad gubernamental el grupo parlamentario mayoritario se apoyara sobre otro, o más, con el que compartiese el Ejecutivo. Así funcionan por normal general el resto de sistemas parlamentarios. Y es lo lógico porque el gobierno en este tipo de sistemas emana no de forma directa del voto de los ciudadanos sino del Parlamento, por ende el poder ejecutivo refleja la composición existente en la mayoría del poder legislativo. Pero en nuestro país nunca se ha puesto en práctica este sentido común político y los sucesivos presidentes del Gobierno -Adolfo Suárez, Leopoldo Calvo Sotelo, Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez, Mariano Rajoy y, ahora, Pedro Sánchez - han huido de hacer coaliciones gubernamentales cuando no han tenido mayoría absoluta. No se sabe muy bien por qué. Parece como si lo entendieran como una especie de deshonor o humillación, o vayan ustedes a saber qué exactamente. Y así estamos, otra vez. Con un aspirante a ser investido que se niega en redondo a coaligarse con el más próximo ideológicamente, Podemos, aduciendo tonterías sin fin, sin razón alguna. 

Desde el PSOE se exige que invistan a su líder sin dar nada a cambio. Hay que ser jeta. Sería de risa si no fuera tan importante. Estamos sin Gobierno en plenas facultades y corremos el serio riesgo de seguir así al menos hasta septiembre, si es que, incluso, la sinrazón no nos lleva de nuevo a elecciones anticipadas en noviembre. Más o menos se repite la situación de 2015, tras aquellas elecciones que generaron el “no es no” de Sánchez que ahora exige que no le escupan talmente como él hizo entonces contra Rajoy. 

La situación absurda se supera cuando desde el mismo Gobierno y el PSOE, así como desde medios de comunicación cercanos, se llega a exigir al mismo tiempo a Albert Rivera – como alternativa al apoyo de Podemos, como si fueran intercambiables y por tanto semejantes ideológicamente- que pacte con ellos o les regale la investidura, a la vez que Sánchez no tiene problema en buscar alianzas fácticas con aquellos que Ciudadanos no sólo detesta, es que considera sus enemigos. La caradura de la cúpula socialista es pétrea. 

Lo normal, lo lógico, sería que el PSOE pactase un Gobierno de coalición con Podemos que obtuviera el apoyo de los nacionalistas. Entestarse en que los morados no tengan ministros huele que apesta a presiones extra parlamentarias que en una democracia no sólo hieden sino que son aberrantes. Y si Sánchez no quiere aliarse con ellos, pues que sea consecuente, se deje de pactos regionales con Podemos y ofrezca a Ciudadanos un pacto de centro-izquierda con todas las consecuencias: acuerdo programático, ministros... 

El problema es que Sánchez no quiere a Podemos ni tampoco a Ciudadanos. Sólo se quiere a él y por eso exige que le invistan por la cara. Por su cara. 

Puede que así ocurra. O no. En cualquiera caso, sería bueno para todos que a pesar del cesarismo que padece, incluso Sánchez gozara todavía del mínimo resquicio de cordura política que le permitiera entender que vivimos en una democracia parlamentaria y que aunque es – desgraciadamente- una monarquía, el coronado es otro.