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La consejera de Participación, Transparencia y Cultura -casi nada, todo en uno, una especie de cajón de sastre de la progresía local- Esperanza Camps ha dimitido. Forzada tras constatar su dramática soledad. No porque no la apoyase Francina Armengol, que la quería fuera desde hacía meses. Ni porque no la quisiese Biel Barceló, que llevaba mucho maldiciendo a sus primos menorquines, cada vez menos hermanos, por haberla elegido para el cargo. No, sino porque los dirigentes del partido que la catapultó a la silla, Més por Menorca, también desistieron de ella. La abdicaron, dirían los monárquicos, los cuales, por cierto, y sea escrito a modo de irresistible paréntesis, están de enhorabuena al constatar la buena salud económica de la corona española, que más que corona es un sombrero, un Panamá. Paréntesis cerrado : )

Al haberse cansado de Camps los directivos menorquines pata negra, ella quedó sola y aislada. No tuvo más remedio que decidir lo que tantos y tantos anhelaban que decidiera. Irse. Y así lo hizo. Dimitió regalando una fastuosa rueda informativa, no en vano fue periodista durante más de dos décadas, que esa misma noche y al día siguiente sepultó la iniciativa del gobierno regional, de su consejería por cierto, de crear una oficina para desviar la atención sobre la posible corrupción del exsenador del PSIB-PSOE, Antoni Manchado, hombre de máxima confianza política de Armengol.

Se ignora qué aportó Camps a su consejería, si gestionó bien o mal, por qué concitaba tantos odios entre sus supuestos colaboradores -con este tipo de colaboradores se sube al patíbulo para ser ahorcado-, qué mérito podría haber concurrido en ella para ser aupada ni demérito para ser defenestrada... Sin embargo servidor, al haberla entrevistado el pasado mes de julio, tres semanas después de haber tomado posesión del cargo, puedo dar fe de que cuando hablaba de sus planes de futuro en la consejería siempre añadía el condicional “si es que aguanto”. Propio de quien se sabe ajeno al cerrado mundo de los profesionales de la política.

No ha aguantado. Su destitución encubierta debería hacer reflexionar sobre la creciente degeneración de la política. Cada vez es más difícil que personas que provienen de ámbitos alejados del corral político entren en la gestión institucional por uno u otro partido. Como más importante sea el cargo menos probabilidades existen de que lo ocupe alguien que esté fuera del control del aparato de poder interno de la formación que lo detenta.

Camps ha caído sobre todo por esto. Por no ser profesional de la cosa. Que viva en Valencia es indiferente, al fin y al cabo tuvimos un presidente que vivió en Madrid, y además quienes la eligieron ya lo sabían. Que, como arguyen sus críticos, no conociera de la realidad insular más allá de la cultura clásica -es escritora- en catalán -es catalanista- no es impedimento para ser consejera, no en vano si el conocimiento fuera requisito para ser miembro del gobierno regional, ¿cuántos de los consejeros y presidentes que lo han sido desde 1983 hasta hoy pasarían el examen, fuera éste hecho en catalán o, más probablemente, en castellano?

No. Camps cayó por no pertenecer a los banquillos profesionales que acechan cualquier cargo bien pagado. Siempre por el bien del “país” o, como dicen ahora, de la “ciudadanía”, se sacrifican a cambio de unas buenas docenas de miles de euros al año ejerciendo el cargo en silencio, sin rechistar a los jefes, obedeciendo con sumisión y sin salirse del guión de la política moderna: no existen ideologías sino circunstancias, no hay principios sino intereses y el poder es lo único que importa.