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Es obvio que existe una conspiración para que Mariano Rajoy dimita o, en su defecto, quede tan tocado que no pueda encabezar de nuevo la candidatura número 1 por Madrid en las próximas elecciones generales. Los que impulsan la operación y los que están en el ajo son los mismos de siempre. De hecho, cuando Rajoy se dejó investir como sustituto elegido a dedo por su señor, José María Aznar, no fueron pocos los de su partido y de sus diarios que pusieron el grito (debidamente ahogado) en su cielo. Y cuando Rajoy perdió las elecciones de 2004 ante un novel José Luis Rodríguez, del PSOE, entonces ya no hubo disimulo. Para el congreso siguiente del PP le quisieron mover la silla. La lideresa madrileña del más rancio conservadurismo, Esperanza Aguirre, era la deseada. Pero ella, muy prudente, una vez testados los posibles apoyos, se dio cuenta de que iba a fracasar. Así que decidió esperar a tiempos mejores. Que parecieron venir después de la nueva derrota electoral de Rajoy, en 2008, y en vistas al nuevo congreso del partido. Historia que acabó exactamente igual que la primera. Ahora, bajo la depresión permanente económica en que vivimos, los normales intentos de huir de este país fracasado por parte de nacionalistas catalanes y –luego- vascos y con la exasperante forma de hacer cómo si gobernase el país que tiene Rajoy, los conspiradores creyeron tener el cielo abierto. A por él, se dijeron. Dicho y hecho. El problema es que el gallego es mucho gallego y no va a dejarse mover la silla con tanta facilidad. Sabe que los rebeldes son pocos y cobardes y convencido de que si aguanta, ganará -como decía su paisano Camilo José Cela que ocurría en España, que aquí aguantar es ganar-, y, además y sobre todo, como sabe que peor está su competidor, el PSOE, con un Rubalcaba más que amortizado, va cementando su trasero al mullido sillón del que va a costar mucho que se despegue.