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Que un juez haya metido en el trullo a un banquero, aunque sea durante escasas horas, es una brizna de esperanza. De que se empiece a hacer justicia de veras en este país. Miguel Blesa solamente es uno de tantos. Su delirante gestión en Caja Madrid no es muy diferente al festival en el que vivieron inmersas todas las cajas durante muchos, muchos años sin que nadie las pusiera firmes. Y entre ese nadie brilla con luz deslumbrante la casta formada por los políticos de uno u otro signo. ¿Ustedes se acuerdan que aquí, en Baleares, existía una caja de ésas, que se llamó Sa Nostra –curioso nombre de reminiscencias sicilianas- y que ya no existe? Pues bien hace solo cinco años los dirigentes de entonces de la cosa financiera ésa aseguraban que de ninguna manera el engendro iba a ser absorbido por nadie, ni que por supuesto caería en las fusiones obligadas de las cuales se empezaba a hablar. Y la razón era el excelente estado de salud de la entidad. Opinión compartida por los responsables políticos económicos del gobierno balear, tanto de los que lo habían sido –del PP- como de los que lo eran –del PSOE-. Sa Nostra era sólida, era férrea, era un milagro, vamos. A la sazón los dirigentes de la cosa mentían como bellacos a los periodistas, amén de presionarles para evitar que dijeran una palabra que pudiera poner en duda sus mentiras. Pero esto no es lo importante. Lo es sin embargo que tanta solidez acabó, como se ha visto, en la fulgurante desaparición de la cosa, absorbida por otra entidad en la práctica y convertida en un banco, bajo dirección de un señor de Murcia, sin ninguna Ninette. La Suya desapareció pero ninguna explicación se dio. Esto de las explicaciones no va con los tipos de las antiguas cajas, tanto banqueros como políticos. Por eso el juez que ha empapelado a Blesa es la única esperanza. De que cunda su ejemplo. Si no, todo será cómo ha sido siempre: oscuro y tenebroso.