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Borbón debe abdicar del cargo coronado que le dio quien fue jefe del Estado por la Gracia de Dios. Si no lo hace, y presto, es dudoso de que Borbón hijo pueda encasquetársela, a la corona. Y lo peor es que entestarse en mantenerse es muy malo para el país. La degradación de la monarquía es de tal magnitud que ya nada importa si la hija es imputada en el caso de corrupción que protagoniza el marido de ésta y yerno de Juan Carlos. Incluso si –como se rumorea- el Urdangarín es el cabeza de turco al que sacrificar –entrando en la cárcel- para salvaguardar el chollo es a estas alturas complemente indiferente. Porque ya ni eso bastaría. Sea condenado o no el yerno y pase lo que pase con el caso judicial, el negocio de la corona española está tan degradado que su futuro no pasa –y eso es lo que parece no entender el rey ni si equipo- por patéticas campañas de imagen –como la triste tontería de la conversación ridícula con Hermida- ni por sacrificios rituales de nadie. Excepto por el sacrificio que debería hacer Juan Carlos. Abdicar. Y pronto. Este año o, a muy tardar, el que viene. Quizá aprovechando una mejora económica estadística y si Madrid es elegida como sede olímpica para 2020 –el próximo septiembre- se den las circunstancias a corto plazo para la dimisión. En cualquier caso la pelota está en el tejado de Borbón. De nadie más. Es él y solamente él el que tiene en su mano acabar con la monarquía en España o darle continuidad. Conste que por mí lo mejor que podría hacer sería seguir degradando la corona como está haciendo, pero sería malo para el país. Lo adecuado es que se dé cuenta que ya no sirve –y dejando aparte la cuestión de su falta de salud: ocho operaciones en dos años y medio: casi nada- y que solamente le queda abdicar. Después, con el marido de la ex presentadora de televisión coronado, pues ya se podría debatir, con normalidad, sin prisas, cómo acabar con la anormalidad democrática que es la monarquía. Pero ahora lo urgente es que el Jefe del Estado entienda que tiene que dimitir. Por el bien del país ante todo y, secundariamente, por el mantenimiento de la monarquía, aunque solamente por unos pocos años más.