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El mundo contenía la respiración ante la certeza de que Netanyahu respondería militarmente al ataque con misiles y drones de Irán del pasado sábado. Se trató de un ataque sin precedentes del régimen de Teherán, que cruzó todas las líneas rojas. Era la respuesta al bombardeo israelí de hace tres semanas de la embajada iraní en Siria, que se saldó con la muerte de siete mandos de la Guardia Revolucionaria. El golpe de Israel de ayer podría interpretarse como un aviso de Jerusalén al régimen de los Ayatolás, sobre todo porque han golpeado en la ciudad de Isfahán, cerca del corazón nuclear iraní. Teherán sostiene desde hace años que su programa atómico tiene fines exclusivamente civiles, pero los países occidentales y sobre todo el Gobierno judío ponen en duda esta versión y no descartan que si Irán consigue armas nucleares, intente usarlas algún día contra Israel.

El papel de EEUU.

Sea como fuere, el papel de EEUU ha sido clave en la salida a esta crisis gravísima. Biden ya advirtió que no apoyaría un contraataque de su aliado Netanyahu posiblemente porque está a las puertas de unas elecciones presidenciales y lo último que le interesa es una guerra en Oriente Medio, que se sumaría al conflicto en Ucrania –que se prolonga ya dos años– y a la crisis permanente entre Taiwán y China, en aguas del Pacífico.

Gaza, de fondo.

En realidad, el principal beneficiado de la crisis entre Israel e Irán ha sido el propio Netanyahu, que se había encontrado en un callejón sin salida tras la invasión de Gaza. La Franja ha sido destruida, hay más de 30.000 civiles muertos según Hamás, y no han conseguido rescatar a todos los secuestrados. Tampoco han eliminado a los terroristas, que siguen luchando entre los restos de la ciudad. Desviar la atención ha supuesto un balón de oxígeno para un primer ministro en sus peores horas.