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Ahora mismo me ronda por la cabeza –in the back of my mind, detrás de mi mente, que dirían los ingleses– un refrán que leí alguna vez en nuestra lengua y que dice: «Malalt que no és de morir, aigua fresca li basta». Esto me recuerda también que una vez alguien me dijo que, exceptuando la aspirina, todo lo demás sobra en las farmacias. Ante esta afirmación se me ocurre lo de «ni tanto ni tan calvo», que es un refrán que preconiza la necesidad del término medio. Es cierto que una de las debilidades del ser humano es el temor a estar enfermo, temor que en cierto modo combate la farmacopea, pero también es cierto que cuando uno está enfermo de verdad toda ayuda es poca. Lo leí una vez en alguien que había superado un cáncer; decía: «Probé todos los remedios que se me ofrecían, todo lo habido y por haber, y lo cierto es que no sé cuál de ellos me curó». Sí, muchos de nosotros caemos en la exageración de la hipocondría, que es una condición en la que uno presenta una preocupación excesiva con respecto a padecer alguna enfermedad. A veces esto puede desembocar en una angustia y ansiedad exacerbadas, que son incluso difíciles de superar. Ya en 1673 el dramaturgo francés Jean-Baptiste Poquelin, llamado Molière, estrenó la comedia-ballet titulada Le malade imaginaire (El enfermo imaginario). La obra también puede llamarse ‘el enfermo de aprensión’ y el protagonista, Argán, es sencillamente, un hipocondriaco. La hipocondría se llama así porque antiguamente se creía que tenía su origen en el hipocondrio, que es una parte de nuestra anatomía situada bajo las costillas y la apófisis xifoides del esternón donde se situaban los vapores causantes de esa enfermedad.