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Los ciudadanos asisten atónitos a la escalada de los precios de la energía eléctrica, que bate récords diarios sin que se llegue a vislumbrar el fin de esta dinámica. Hasta el momento, la única reacción del Gobierno ha sido la aprobación mediante un decreto, ratificado ayer en el Congreso de los Diputados, de un rebaja de once puntos en el Impuesto sobre el Valor Añadido (IVA) de la factura, que ahora queda fijado en el 10 por ciento. En términos absolutos, es decir, en el importe final que pagan los consumidores, apenas se notará la reducción del IVA; los incrementos ya anulan el beneficio que se pretendía obtener.

Desconcierto político.

El problema da la impresión que está superando al Gobierno. En las actuales circunstancias no es de recibo que la ministra de Igualdad, Irene Montero, proponga la creación de un ente público proveedor de energía eléctrica; una propuesta que contraviene las directivas básicas de la Unión Europea. Al margen del exabrupto de la ministra de Unidas Podemos, resulta difícil de asumir al ciudadano que las instituciones no dispongan de mecanismos que permitan regular el precio de un bien de primera necesidad como es el de la electricidad. Añadan al argumentario los beneficios casi estratosféricos que obtienen las empresas del sector energético en nuestro país.

Prioridad social.

A la vista de lo que está ocurriendo, el modelo vigente que regula el precio de la energía eléctrica en España resulta ineficaz; al menos en lo que se supone que debería beneficiar a los consumidores. Con el actual escenario cabe preguntarse hasta cuándo durará la paciencia de los ciudadanos; con esta dinámica no resulta complicado adivinar que el descontento de capas cada vez más amplias de la sociedad acabará con un estallido social de consecuencias siempre indeseables. Confiar en el reajuste sólo con las leyes de mercado es, en las actuales circunstancias, una osadía.