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El malestar social que provoca la práctica del botellón es incontestable. Como en los casos que se vienen registrando en la Platja de Palma y s’Arenal de Llucmajor, la concentración de decenas de jóvenes bebiendo alcohol en la vía pública hasta bien entrada la madrugada perjudica tanto la imagen turística de estas zonas, como a la vida cotidiana de las personas que residen en ellas. Sin embargo, sería erróneo atribuir en exclusiva estas congregaciones etílicas al fin de estado de alarma o al levantamiento de otras prohibiciones impuestas durante lo más duro de la pandemia.

Aplicar la normativa.
Es cierto que, tras meses de límites en la movilidad, los jóvenes parecen haber salido en tropel a recuperar el tiempo perdido. Sin embargo, el botellón no deja de ser un viejo problema que ahora se perpetua en estos tiempos de ‘nueva normalidad’. La recuperación de restricciones que vuelvan a conculcar derechos fundamentales de todos los ciudadanos sólo haría que postergar la solución del problema. Ahora como antes, la solución definitiva a este largo problema pasa indefectiblemente por aprobar y aplicar ordenanzas creadas ex profeso para dificultar hasta el extremo el consumo de bebidas espirituosas en la calle y a cualquier hora.

Necesaria convivencia.
Los ayuntamientos, responsables del orden cívico, deben garantizar la convivencia entre el derecho al ocio y el derecho al descanso. Está fuera de toda duda el duro golpe que la pandemia ha asestado al sector del ocio y la restauración. Una realidad, por otra parte, que no puede ser utilizada a modo de patente de corso a la hora de remontar sus negocios. El virus también ha dejado al límite al resto de la ciudadanía que ve en el verano una oportunidad de resarcirse emocionalmente. Un merecimiento que tampoco debe verse mermado en la extralimitación de horarios, ruidos o de las actividades autorizadas en correspondientes licencias otorgadas por las administraciones competentes.