Joana nos recibe en su agradable y apartada villa en Son Roqueta, donde contempla el paisaje desde la ventana. | Pilar Pellicer

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Centauros del desierto, ese inmenso relato lleno de fuerza, amargura y poesía de John Ford, arranca con un plano oscuro que se abre paso hacia un porche iluminado. Si han visto esta obra maestra que nos obsequia con una de las interpretación con más matices de John Wayne, sabrán que ese ‘viaje’ de la penumbra a la luz no es más que una metáfora de lo que está por llegar. Pensaba en ello mientras atravesaba una estancia devorada por las sombras, como si un oscuro nubarrón se hubiera colgado del techo. Tan solo unos metros más allá, en una galería más luminosa que la Capilla Sixtina, me aguardaba recostada sobre una butaca Joana Llobera, una ‘joven dama’ que el próximo 8 de abril soplará un pastel con 107 velas. Para que se hagan una idea: cuando nuestra protagonista nació, aún faltaban 39 años para que John Ford estrenase su película. A eso se le llama perspectiva.

Joana nació el año que dio comienzo la revolución rusa; el año que el servicio de espionaje francés detuvo a Mata-Hari; el año que se puso a la venta el primer número de la revista TBO. No es que haya llovido mucho, ha diluviado, desde entonces. Difícilmente hubiera imaginado nuestra cumpleañera que su vida atravesaría como un rayo de luz el siglo XX para entrar hasta la cocina de estos tiempos de efervescencia tecnológica tan ajenos a ella. Me siento frente a esta mujer menuda, su mirada brilla como un árbol de Navidad. Ladea ligeramente la cabeza para agudizar el oído. Muestra el arrojo de Juana de Arco ante la vejez, aunque sus ojos están a punto de desbordarse en lágrimas cuando habla de sus hijos y de su marido, que «fue el médico titular de Inca».

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La dejó hace demasiado tiempo, pero ella se resiste a olvidar. Se niega a dejarse ganar por la emoción, sus retinas siguen secas aunque tiemblan al evocar su vida, larga y convulsa como una novela rusa. Se confiesa futbolera, «a mi marido le gustaba el fútbol y me lo contagió», aunque advierte que «solo veo los partidos del Mallorca». Pues este año jugará la final de la Copa del Rey, le apunto. «Cosa rara», desliza socarrona. Ya ven que está al quite, y es que, como escribió Saramago, ‘la vejez empieza cuando se pierde la curiosidad’.

Hilo de voz

Con apenas un hilo de voz, Joana se expresa de forma franca y directa. Su sonrisa irradia fuerza cuando echa la vista atrás y exhibe el orgullo de haber «cuidado de mi familia» durante más tiempo del que nadie podría exigirle. Hoy, su hija Cati ha tomado el relevo. Me emociona estar frente a alguien que ha vivido la Guerra Civil española, el movimiento de los Derechos Civiles, la ‘movida’ con Nixon y, claro, la era dorada del cine: «Me gusta mucho ver películas». Recuerda especialmente Lo que el viento se llevó. Por edad, pudo verla de estreno en el cine, ¿se imaginan? Otra cinta por la que siente pasión es Sonrisas y lágrimas, esboza una sonrisa al recordarla. Nos quedamos con la duda de si será por las canciones de Julie Andrews o la planta del apuesto Christopher Plummer…

Lo ha visto todo y aún sigue aquí. Sumida en los recuerdos y la fidelidad a un estilo de vida que se deshace como hielo en un vaso de ginebra. Ahora sé que esta mujer de rostro ovalado, el cabello blanco como un armiño y ojos tristes; que jamás usó Facebook ni Twitter para comunicarse con nadie, vivirá para siempre en mi recuerdo. Su presencia, su mirada, sus gestos y palabras me conmovieron. Me despido de Joana, y como al principio de Centauros del desierto, regreso a la oscuridad. No estoy solo, me acompaña ese poema de Neruda que decía ‘yo no creo en la edad, todos los viejos llevan en los ojos un niño’.