El publicista Mundo Moragues nos recibe en su hermosa villa de la Bonanova. | M. À. Cañellas

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Nunca volveré a ser joven. Partiendo de esa putada siento que ya nada puede siquiera despeinarme. ¿Acaso hay algo más trágico que la juventud extraviada? Quienes han vivido esa época mágica e irrepetible al límite, en estado de gracia, saben de que hablo. Noches en las que el sol no dejaba de brillar, al vuelo de cócteles tonificantes y música embriagadora, ¿o era al revés? Da igual. Cuando uno se encuentra en la difusa franja del ‘demasiado joven para ser viejo y demasiado viejo para ser joven’ no hay barandilla que evite el abismo, no hay valium que calme la zozobra. La juventud reseca es mala compañera de viaje. Síndrome de Peter Pan, le llaman, y dicen que se aplaca con los años. Pero mientras tanto a uno no le queda otra que vivir con sus demonios, presa de la nostalgia por lo irrecuperable.

Mundo Moragues ha dejado atrás ese período de congoja del alma, ese resquemor que nace en la boca del estómago y repta hasta clavarse en la mente. Los días de bon vivant de este publicista, doctorado en mundología y noctambulismo, quedaron atrás. Sabe que la noche es un reino de príncipes efímeros, y que, como ellos, las fiestas y el champagne no son eternos. Afirma que lo lleva bien, pero yo no lo tengo tan claro. Desde su retiro dorado en la Bonanova, en una solariega villa que arroja unas impresionantes vistas sobre la bahía, Mundo evoca sus días de ‘vino y rosas’. Nuestro protagonista compartió mesa y confidencias con alguna de las personalidades más preponderantes de la segunda mitad del siglo XX. Músicos, políticos, actores, nobles y empresarios de éxito. Su huella en la glamourosa noche mallorquina de los 60, 70 y 80 es tan discreta como innegable. Hoy, escudriña la vida desde su apartado rincón del mundo, consciente de que, lamentablemente, hay décadas en las que no pasa nada y semanas en las que pasan décadas. Sabe este zorro viejo de asombroso parecido con Richard Harris, que el relato de una vida –la suya– de película es el mejor remedio para calmar el mal de la melancolía.

Tiene la mente más despejada que el anticiclón de las Azores. Cuando arranca su anecdotario, créanme, no hay quien lo detenga. Se expresa con voz ronca, como de tipo importante, al tiempo que se mesa los cabellos entre caladas a su inseparable Ducados, formando sinuosas columnas de humo. Me cuenta historias que no caben en esta página, como aquella vez que conoció a Jimmy Hendrix... «vino a dar un concierto y le fuimos a ver a la sala Sgt. Peppers durante el ensayo. Estuvo dos horas tocando la guitarra, fue increíble, y ¿sabes como acabó?». Ilústreme. «La sala tenía el techo muy bajo, se puso a dar saltos y clavó la guitarra en el techo», detalla entre risas. En otra de sus jugosas anécdotas descifra uno de los secretos mejor guardados de nuestra historia musical: el origen de Lucía, la más tierna historia de amor de Joan Manuel Serrat. «Nos conocimos de Cala d’Or y a veces también quedábamos en Barcelona. Un día le presentamos a Lucía Huertas, hija de un importante almirante de la Armada Española que era amiga de mi mujer. Se quedó embelesado, aunque nunca tuvieron nada. Ella es la Lucía de la canción».

Moragues guarda como oro en paño sus anécdotas con artistas como Frank Sinatra
Moragues guarda como oro en paño sus anécdotas con artistas como Frank Sinatra.

En su siguiente anécdota nos trasladamos al lago Tahoe. Corrían los setenta cuando Mundo y unos amigos se encontraban de turismo por la zona, la noche acechaba y andaban buscando un hotel. «Íbamos por la carretera y, de repente, nos topamos un cartel en el que ponía: Last performance Frank Sinatra tonight». Ni cortos ni perezosos compraron tickets, «lo vimos desde las primeras filas. Sinatra no pasaba por un buen momento, lo había dejado con Ava Gardner y ya no hacía películas, se veía que no estaba bien, pero cantaba exactamente igual que suena en disco. Fue espectacular». Espectaculares son sus anécdotas, el relato de una vida extraordinaria.