Toni Sorell, en el umbral de su estudio. A sus pies, una composición con diferentes rótulos clásicos. | Pilar Pellicer

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A primera vista, parece un tipo impasible, reposado hasta el exceso. Sin embargo, y como acostumbra a suceder, forma y fondo empiezan a darse de tortas en cuanto abre la boca: conversador locuaz e incansable, no para de disparar frases que plasman ideas, conceptos e imágenes conformando un abrumador ideario. Entiendan que una conversación con Toni Sorell abre tantos frentes que focalizar la entrevista y fijar el rumbo se antoja imposible, aunque uno fuera el mismísimo almirante Nelson. Nos recibe en su cuartel general, un lugar habitado por montañas de libros y una jugosa banda sonora que combina texturas brasileñas con pop independiente y música clásica. Le chifla la música, advierte que «no podría trabajar sin ella», luce bigotito y lleva un cárdigan fino sobre una florida camiseta que parece sacada de un mercadillo del San Francisco de 1969.

Una mirada atrás

Nuestro protagonista es el rostro visible de Rotuïlla, una plataforma en defensa del patrimonio gráfico de Mallorca, de ahí su interesante diseño para Georgina’s Wallartpaper, la primera colección de papel decorativo artístico editado desde la Isla. En este proyecto que conjuga creatividad, arte y diseño destaca su propuesta, que combina diferentes rótulos de comercios extintos y emblemáticos de Palma. Con un elegante fondo en amarillo, el suyo plasma una atrevida explosión de color que vuelve la mirada hacia esa Palma que se desvanece, invitándonos a dar un garbeo por la historia estética de la ciudad. Su diseño «concentra la eternidad en un instante», como describía el bello poema de William Blake. «Siempre he sido un activista del patrimonio gráfico, creo que es algo que ha formado parte de nuestras vidas. Los rótulos son una excusa para contar historias, y cada comercio tiene la suya», explica.

Pistas

En cada respuesta, Sorell deja deslumbrantes pistas sobre aquello que le apasiona en la vida: el arte, el diseño, la música... Retuerce las preguntas hasta dejarlas irreconocibles sin mover ni una ceja, y habla bajito aunque sus palabras gritan. Ignoro si ya era así cuando abandonó la Isla siendo apenas un chaval. Que esa es otra. Sorell parece haber sellado un pacto de esos en los que se entrega el alma a cambio de un prodigio maldito, y es que a sus cincuenta y pico primaveras luce como un treintañero. Estudió diseño gráfico en La Massana, epicentro de aquella Barcelona preolímpica que desbordaba énfasis creativo, de la que guarda inolvidables recuerdos. Me obsequia con uno que, como catalán, me remueve por dentro, es pura arqueología emocional: «Un día estaba en los encants comprando ropa y de repente la gente comenzó a alborotarse y no sabía por qué, luego lo entendí el motivo...». Habla del 17 de octubre de 1986, hacia las 13.30 horas para ser más exactos, en el que al grito de «A la ville de… Barcelona» Juan Antonio Samaranch designaba a la Ciudad Condal sede de los XXV Juegos Olímpicos de verano en medio de un estallido de júbilo popular.

Tras la experiencia de Barcelona pasó por Nueva York y de ahí de nuevo a casa, donde camina atento a todo lo relacionado con el patrimonio gráfico. Sus indagaciones cobran visibilidad en su perfil de Instagram @rotuilla. En la despedida me estrecha la mano con una sonrisa y me viene a la cabeza una cita de Jean-Paul Sartre: «La felicidad no es hacer lo que uno ama, sino amar lo que uno hace». Como anillo al dedo.