Una treintena de persona malviven en la zona de viviendas de la antigua prisión de Palma. | M. À. Cañellas

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Una mujer de edad desconocida se pasa las noches gritando en su improvisada habitación, el cajero de una entidad bancaria ubicada en la Vía Alemania de Palma; un hombre lava con esmero una camiseta en un lavadero improvisado, la popular fuente de las tortugas, en pleno centro turístico de Ciutat, mientras charla con un compañero invisible; y una chica joven, sentada en la entrada de una conocida franquicia de peluquerías del Passeig Mallorca, menciona frases sin fundamento mientras mueve las piernas de forma nerviosa.

Casos como estos nos encontramos de manera habitual en Palma. Estas personas tienen nombre, apellido y, normalmente, un número de expediente en el IMAS.

Desgraciadamente, la sociedad tiende a mirar hacia otro lado cuando se cruza con ellos. Huimos del dolor ajeno, aunque sea el de un desconocido, como si con ese gesto, esa persona y sus problemas desapareciesen.

Olvidados

Cada día 569 personas duermen en la calle, según datos recabados el año pasado por la Unidad Móvil de Emergencia Social (UMES) del Institut Mallorquí d’Afers Socials (IMAS) gestionada por Cruz Roja. Una cifra que supone un aumento del 56 por ciento respecto al número de sintecho que se contabilizaban en la Isla en 2019, cuando se registraron 364 personas.

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Luis Benavente, de 53 años, que prefiere no mostrar su rostro, lleva dos años viviendo en la antigua prisión de Palma. Ahora trabaja con el IMAS para buscar un piso y mejorar su situación.

El IMAS achaca este espectacular aumento de personas sin hogar a la situación de pandemia que estamos viviendo, lo que ha provocado que salgan a la luz personas que vivían en la calle y de las que no se tenía constancia porque no eran usuarios de ningún servicio de la red, y que ahora solicitan ayuda debido al coronavirus y sus consecuencias sociales y sanitarias. Pero el aumento también se debe a que este recuento incluye por primera vez a aquellos que viven en una casa ‘okupa’, un tipo de indigentes que también ha crecido, ya que mucha gente no puede hacer frente a un alquiler, incluso contando con una prestación.

Según diferentes estudios nacionales, una de cada tres personas sin hogar padece un trastorno mental grave, adicciones o una patología dual; y la proporción se eleva hasta el 80 % si incluimos los trastornos de la personalidad, la ansiedad y la depresión.

«Conocíamos la situación, pero la pandemia y el confinamiento nos ha permitido visualizar la magnitud del problema», apuntilla Biel Gelabert, coordinador de Ca l’Ardiaca, uno de los recursos con los que cuenta el Consell para ayudar a personas sin hogar de la Isla.

La exclusión social que sufren los indigentes es un fenómeno complejo que tiene que ver con situaciones de desarraigo familiar y social, desempleo, pobreza severa, deterioro personal y social, «y para los que los recursos asistenciales existentes no logran aportar respuestas coordinadas y eficientes», apuntilla Carme Estarellas, psicóloga del equipo de inclusión social del Institut Mallorquí de Afers Socials (IMAS), al tiempo que Oriol Lafau, coordinador autonómico de Salud Mental, lamenta que «si los trastornos mentales son todavía un estigma en nuestra sociedad, imagínese en el caso de un sintecho. Son los olvidados de los olvidados».

En la calle

Alfredo Alonso prefiere no salir en imágenes. Tiene 40 años, se crió en sa Pobla, pero lleva cuatro años con la misma dirección okupa: antigua prisión de Palma, edificio de trabajadores, segundo piso, puerta B. No es el único residente; comparte piso con su compañero Luis Benavente, «pero en el edificio viven de forma permanente o semipermanente otras 28 personas», enumera Luciano Dot, uno de los monitores de la Unidad Móvil de Emergencia Social (UMES), que les visita asiduamente para saber cómo están, reparte comida, les recuerda sus citas médicas o, simplemente, les escucha, es decir, les acompaña en un proceso que puede durar meses o años hasta que se pierde su rastro o su situación mejora; mientras que Sandra Coll, con la que hace dupla laboral, es la psicóloga del equipo de Valoración y Derivación de la Red de Inserción Social del IMAS, que realiza un estudio de cada caso y busca los recursos más adecuados para cada usuario.

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Sandra Coll, psicóloga del equipo de Valoración y Derivación de la Red de Inserción Social del IMAS, y Luciano Dot, monitor de la Unidad Móvil de Emergencia Social (UMES).

¿Cómo llegó Alfredo a esta situación? Trabajó durante años como camarero, pero se enganchó a la cocaína y comenzó un lento pero inexorable declive físico y personal, hasta tocar fondo cuando falleció su madre. No mantiene relación alguna con su familia, perdió su trabajo y terminó viviendo en la calle.

Ahora, limpio de drogas, lucha todavía con su adicción al alcohol y las tendencias suicidas con la ayuda del equipo de la UMES, su psiquiatra y el personal de la Unidad de Conductas Adictivas (UCA) del IB-Salut: «La vida en la calle es durísima», confiesa Alfredo, que lleva un año pendiente de conseguir una plaza en un piso del programa Housing first, del Consell de Mallorca.

«No podemos asistirlos por la fuerza. Resulta muy difícil lograrlo judicialmente y el día a día constata que ingresar los casos graves en contra de su voluntad no aporta ningún beneficio. Debemos ganarnos poco a poco su confianza», explica Gloria Prats, psiquiatra del equipo de Valoración y Derivación de la Red de Inserción Social del IMAS.

La pérdida de trabajo, no poder hacer frente al pago del alojamiento y la separación de la pareja son los motivos más habituales que llevan a una persona a vivir en la calle, según el Instituto Nacional de Estadística. Es el caso de Luis Benavente.

Un desengaño amoroso le llevó a abrazar la bebida, intentar suicidarse varias veces, perder su trabajo, la casa... terminó viviendo en un coche hasta que en el centro de Ca l’Ardiaca conoció a Alfredo y empezó a levantar cabeza. Intenta dejar el alcohol, al tiempo que trata su depresión y la esquizofrenia que le diagnosticaron hace unos años. «La medicación ayuda y la visita de la gente de la UMES. Sentimos que no estamos solos, que contamos para alguien», dice esperanzado Luis.

«Tenemos que seguir trabajando para evitar que algunos casos que necesitan ayuda desesperadamente terminen en la calle de nuevo. Eso es lo frustrante de este trabajo. Contamos con recursos, pero hace falta más coordinación entre entidades y un protocolo estandarizado», advierte la psiquiatra del IMAS, Gloria Prats. «Queda trabajo por hacer».