María Pons, con su hija, María, de quien prácticamente depende. | Click

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Seguramente a María Pons y a sus hijos, María y Jesús Aragó Pons, nos se les olvidarán dos fechas: 13 y 24 de diciembre de 2020. ¿Por qué? Porque el 13 tuvieron que abandonar su casa por desahucio –que se oficializó ayer–, y el 24, Nochebuena, porque si no solucionan su situación, deberán de abandonar el hostal de Cala Major donde viven hasta el 23, ya que el dinero que tienen no les alcanza para más.

Su historia

María Pons tiene 76 años. Entre otras cosas, padece del corazón y lleva con ella la caja con ruedas de oxígeno para poder respirar. Sufre incontinencia urinaria y fecal –por tanto, lleva pañales– y en sus pies tiene llagas que deben ser curadas varias veces al día. Cobra una pensión de 600 euros.

María Aragó, su hija, ha sido operada cuatro veces de la espalda, «en la que llevo hierros», dice. Cojea de una pierna. No puede trabajar… Bueno, en realidad está pendiente las 24 horas del día de su madre. Tiene una paga de 750 euros, de los que el banco le retira mensualmente algo más de 300 por un crédito que pidió hace años. Con el resto ha de pagar la luz y el agua.

En paro

Jesús Aragó, hermano de la anterior, desde hace un año está en el paro. No tiene ningún ingreso. Ayuda en la casa y busca trabajo, lo cual en tiempos de la COVID-19 no es sencillo. Como hace casi un año que no pueden pagar el alquiler de la casa –750 euros mensuales–, el dueño les ha desahuciado. Anteayer salieron de ella, yéndose a un hostal que deberán dejar el 24 de este mes, porque –repetimos– su capital no alcanza para más.

María lleva consigo el número de teléfono de Emergencia Social (900 100 444) al que, una vez instalados bajo su techo provisional, llamará buscando una solución a su problema. «Hace un tiempo recurrimos a los Servicios Sociales por las molestias de mi madre, pero tuvimos que desistir, no porque no nos atendieran, que sí lo hicieron, sino porque la solución era internarla en una residencia y ella se negó».

María nos habla en tono bajo, que minimiza más al pronunciar la palabra residencia. Pese a ello, su madre la oye y, entrando en pánico, exclama: «Residencia, no. ¡Por favor…!».

«No sé qué nos pasará el día de Nochebuena, ni sé dónde estaremos, si en la calle o bajo techo. Por eso, mi hermano y yo tenemos diez días para resolver el problema. Yo, lo único que pido es que cuando llame a ese número alguien lo coja y me diga los pasos que he de dar. Que no todo sea por teléfono. Porque supongo que alguien habrá que en persona nos dirá a dónde debo ir para encontrar una solución, que empieza por contactar con los servicios de vulnerabilidad para exponerle nuestra situación: tres personas, dos enfermas, una de ellas sin apenas movilidad, y una tercera en paro, sin trabajo, ni posibilidad de encontrarlo, porque si lo hay, que se lo digan, que dirá que sí, y unos ingresos de unos mil euros para vivir los tres, y pagar el alquiler de la casa, la luz, el agua y alimentación. Nos conformamos con una vivienda pequeña que podamos pagar, con una habitación para mi madre, ya que mi hermano y yo dormiremos donde sea».

En el caso de que la solución fuera una residencia para su madre… La madre, al oír de nuevo la palabra residencia vuelve a exclamar: «¡Residencia, no!». Pues, como veis, la papeleta que tiene esta familia es complicada, pero ha de tener solución. Un Govern que ayuda a inmigrantes y cambia la flota de coches en plena pandemia seguro la encuentra. O, si no, el Ajuntament, que ilumina una Navidad en la que no hay nada que celebrar o que no va a gastar lo que tenía previsto por Reyes y Sant Sebastià, imaginamos que podrá echar una mano.