Este movimiento nacido en Suecia no deja de extenderse por toda Europa y apunta a un cambio en el modelo de transporte y de la forma de hacer turismo | Archivo

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¿El volar se va a acabar? Ni tanto ni tan calvo. Como señala Iván Murray, geógrafo y miembro del Grupo de Investigación en Sostenibilidad y Territorio (GIST) de la UIB, «esta hipermovilidad en la que estamos inmersos tiene los días contados. Por un lado, el nivel de petróleo para extraer no será el mismo dentro de unos años y no hay que olvidar que los efectos del cambio climático van a terminar obligándonos a quedarnos más en casa. Nuestra forma de vivir, de desplazarnos, la geografía... van a cambiar», recalca.

El cambio climático avanza, a pesar de que muchos gobernantes y ciudadanos lo nieguen o, peor aún, prefieren mirar hacia otro lado antes que tomar medidas valientes. Con este caldo de cultivo el movimiento Flygskam corre como la pólvora en los países nórdicos y se extiende por gran parte de Europa, auspiciado por la activista sueca de 16 años Greta Thunberg, cara visible de la lucha contra el cambio climático, y que esta misma semana ha puesto rumbo a Nueva York a bordo de un velero de alta tecnología que le permitirá eludir el avión para asistir a la cumbre sobre el cambio climático el 23 de septiembre.

El estigma de volar

Quédense con esta cifra: los 1.400 millones de viajeros internacionales son responsables del 8 % de las emisiones del planeta y este verano estamos viviendo una campaña récord para el sector aéreo. Los números anuales se han disparado llegando a datos inverosímiles de un avión despegando cada 0,86 segundos en Europa. El pasado 25 de julio, por ejemplo, se publicó el último récord de afluencia: más de 230.000 aviones surcaron los cielos en 24 horas. ¿Hasta cuándo se pueden aguantar estas cifras?

Flygskam significa literalmente ‘la vergüenza de volar’ y urge a los pasajeros a no elegir el transporte aéreo para desplazarse y a elegir medios alternativos para reducir la huella de carbono. Este movimiento, según advierten muchos expertos, está detrás de la bajada en el número de vuelos en Suecia: en 2018, un 23 % de los suecos renunció a volar.

Esta nueva conciencia ecológica ha tenido una consecuencia directa en el sector turístico de las Islas, entre otros motivos, por supuesto, pero por primera vez en una década el número de turistas nórdicos en Baleares ha descendido hasta un 20 por ciento respecto a 2018; fenómeno, por cierto, que se está mirando con lupa y preocupación desde el sector turístico, y como señala Isabel Oliver, secretaria de Estado de Turismo, «este movimiento es el reflejo de una creciente preocupación medioambiental y la sostenibilidad es un elemento que influye cada vez más en nuestras decisiones como ciudadanos y consumidores. La cuestión no es dejar de volar, sino hacerlo de manera más responsable, optando por otros medios de transporte alternativos, como el tren, cuando sea posible. En aquellos destinos en los que por su situación geográfica no se puede reducir la huella de carbono que generan los aviones (Baleares y Canarias, por ejemplo) podemos compensarlo siendo más sostenibles y socialmente responsables en la gestión de los servicios públicos, en las infraestructuras hoteleras, el uso de la energía...», enumera.

El avión, en cifras

Resulta curioso que las más de 11.000 centrales eléctricas y plantas de producción de los Estados miembros, Islandia, Liechtenstein y Noruega que participan en el sistema de comercio de emisiones de la UE (ETS por sus siglas en inglés) hayan reducido un 4 % el pasado año sus emisiones de gases de efecto invernadero, mientras que la aviación las aumentó un 5 por cien.

En términos de contaminación, la comparación con el resto de medios de transporte deja al avión en muy mal lugar. La industria de la aviación causa entre el 3 y el 8 % de la contaminación mundial. Una aeronave contamina mucho más que el coche o el tren, cuando éste último puede trasladar casi al doble de pasajeros. Los datos oficiales de la Agencia Europea de Medio Ambiente ahondan en la herida: viajando en tren un pasajero emite 14 gramos de dióxido de carbono por kilómetro, en comparación con los 285 gramos emitidos si se desplaza en avión. Les pongo un ejemplo cercano: un trayecto Madrid-Barcelona en avión emite 70 kilogramos de dióxido de carbono por pasajero, mientras que en ferrocarril la emisión se reduce a seis kilogramos por viajero. ¿Ven la magnitud del problema?

Si creían que no eran suficientemente perjudicial, un dato más cuando tengan que hacerse la típica pregunta de viajar en avión o usar otro medio de transporte: uno de los mayores problemas de la aviación no solo es que emite CO2. Cuando los aviones queman combustible también liberan vapor de agua y óxido nitroso, otros gases de efecto invernadero. Y esas emisiones se producen a gran altitud en la atmósfera, donde el impacto es mayor debido a una serie de reacciones químicas.

En su lugar, el Flygskam incentiva subirse al tren, un medio ‘más amigable’ con el ambiente y en el que se puede disfrutar del viaje. Y se sustenta en la liberalización del sector ferroviario – en España está fijada para diciembre de 2020 –, que permitirá la entrada de operadores privados con propuestas similares a las aéreas low cost tipo Ryanair, como ya sucede en algunas regiones de Italia o Alemania. «Para que este cambio de mentalidad evolucione las Administraciones deben dejar de contribuir a que los desplazamientos aéreos crezcan sin control, como hacen ahora a base de ampliaciones constantes de las infraestructuras y subvenciones», critica Nuria Blázquez, coordinadora de Transporte en Ecologistas en Acción.

«Ahora estamos viendo las orejas al lobo. España es uno de los espacios dentro de la UE más vulnerables ecológicamente; el futuro pasa por un cambio en el modelo económico, tender a la desturistificación y buscar nuevas formas de viajar», finaliza el geógrafo Iván Murray.

Clamor en las redes

Flygskam en sueco, lentohapea en Finlandia, vliegschaamte en Holanda o flugscham para los alemanes. Misma palabra en diferentes idiomas para referirse a lo mismo, la ‘vergüenza de volar’, que parece convertirse ya en un término habitual en nuestro vocabulario, y que en redes sociales viene acompañado de una foto reivindicativa al lado de un vagón o una estación de tren.

El sentimiento contrario a volar por razones éticas se extiende sin prisa pero sin pausa bajo la etiqueta #StayOnTheGround (Me quedo en tierra). Muchos pasajeros concienciados se decantan ya por viajes en tren en los que (teóricamente) se invierte el doble de tiempo –o más–, aunque dejan una huella climática infinitamente menor. Veremos si este movimiento tiene futuro, pero resulta curioso que este verano se hable más del posible descenso de pasajeros por aire que del manido ‘miedo a volar’.