Jaime Campins y Catalina Gelabert. | Pilar Pellicer

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Rita Llofriu, Catalina Gelabert, Jaime Campins y Francisco Vidal tienen casi cien años cada uno, son palmesanos, viven en la residencia Fontsana y todos se han animado a contar sus vidas para que otras generaciones conozcan una parte de la historia de Palma a través de sus relatos vitales.

Rita Llofriu tiene 97 años pero con mucha agilidad narra cómo llegó a ser una de las modistas con más reputación de Palma durante décadas, pues sus piezas llegaron a estar expuestas en las vitrinas del Hotel Victoria Gran Meliá y Hotel de Mar. De hecho, llevaba la profesión en las venas, pues su madre la alumbró en el taller de costura que sus hermanas tenían en Campos, en casa de sus padres.

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Rita Llofiu posa durante el encuentro con Ultima Hora. Foto: Pilar Pellicer

Sus tías, Lucía y Micaela, le enseñaron desde pequeña a confeccionar, coser y bordar, hasta que a los 14 años la mandaron a aprender cosas «más sofisticadas» al taller de costura que tenía la modista Vanrell. «No cobré ni un céntimo nunca para que la señora tuviera interés en llamarme cuando hacía una prueba y así fijarme en lo que hacía», dice Rita. Al principio no tenía clientela propia e iba a Campos los fines de semana a coser para sus tías, progresivamente dejó de ir y comenzó a estar más en Palma porque tenía varias clientas. Más tarde conoció a su marido, un militar, tuvo dos hijos y dejó la costura; sin embargo, a raíz de una crisis nerviosa, el médico le aconsejó volver a trabajar y así nació su primer taller propio, en 1954, en Jaime II. «Se lo alquilé a una modista de Inca, no cambié el nombre del local: Jardín de Modas». Después decidió asociarse con una clienta alemana, Rita Echevarría, y trasladarse a la plaza de Cort, justo encima del antiguo Palacio del Zapato. Se acabaron separando como socias y el segundo Jardín de Modas se mantuvo abierto hasta los 90’.

Rita es un ejemplo de mujer adelantada a su época, trabajando sin necesitarlo y aprendiendo idiomas para entenderse con sus clientas extranjeras: «Una clienta era profesora de inglés y le pedí aprender lo básico para hacer los pedidos: corto, largo, ancho, estrecho... pero ya no lo recuerdo», dice riendo.

Amor eterno

Catalina Gelabert y Jaime Campins llevan toda una vida juntos. Jaime sufrió un ictus hace más de siete años que le impide hablar a día de hoy, cuando eso sucedió Catalina no lo dudó: «Nunca me planteé quedarme en el piso, me vine a la residencia con él». Llevan sin separarse 57 años desde que se conocieron de adolescentes en es Born: «Antiguamente los jóvenes se paseaban por ahí o las Ramblas para conocerse. Las chicas por un lado y los chicos por el otro e ibas mirando si alguien les gustaba», dice Catalina.

«Recuerdo una vez que caminábamos juntos por la calle Sant Nicolau, sin ir cogidos de la mano, y pasaron unas chicas por delante. Él no les hizo caso ni ellas tampoco, pues resultó que eran sus tres hermanas. No sabían que estabamos juntos, fue muy gracioso, cuando me dijo quiénes eran me moría de la risa», cuenta. Fueron novios siete años, luego se casaron, en la Bonanova, tuvieron dos hijos y cinco nietos.

Uno de sus recuerdos juntos favoritos es su luna de miel en Madrid: «Estuvimos 15 días yendo a todos los sitios que nos pudimos permitir económicamente, nos divertimos mucho», cuenta ella con cariño.

Una afición peculiar

Francisco Vidal trabajaba como encargado en los balnearios de Platja de Palma, pero su vinculación con el mar no acabó tras la jubilación. A los 60 años comenzó con lo que ha sido su mayor pasión: las campanas florales de conchas. Tiene 96 años y ha estado 36 de ellos recorriendo la costa en busca de conchas: «Han sido muchos kilómetros y mucha gasolina. Me levantaba las 07.00 horas y hacía 70 u 80 kilómetros al día», bromea Francisco.

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Imagen de Francisco Vidal. Foto: Pilar Pellicer

En total ha construído unos 20 ejemplares que conservan él, sus hijos y nietos: «Me he quedado con la primera y la última campana que hice». Descubrió su gran pasión gracias a su vecina de s’Arenal, Francisca, que le enseñó todo sobre este peculiar arte, que nació en el pueblo de Búger. Según Francisco, lo más difícil es conseguir el género. Además, requiere mucha dedicación: «Para hacer una flor se necesita mínimo una hora y media. Cuando ya se tiene práctica, con buen ritmo, se puede hacer una campana en siete u ocho meses». La más grande que ha hecho mide unos 80 centímetros de alto y la tiene su hija en el salón de casa como un trofeo.