El hispanista Sebastiaan Faber. | JENN MANNA

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¿Qué queda hoy del franquismo en la sociedad española? Su herencia es mínima, mesurada o intensísima, depende de a quién se lo preguntes. Sebastiaan Faber (Amsterdam, 1969), después de investigar durante años y hablar del tema con cientos de personas, ha llegado a una conclusión inesperada: España no es tan diferente al resto de países con pasados menos marcados por el fascismo. El catedrático de Estudios Hispánicos en el Oberlin College de Ohio (EEUU) sostiene que este legado condiciona la cultura, la política, la prensa y muchos otros aspectos, pero como pasa en el resto de países, cada uno con sus particulares contextos históricos. «El Hispanismo es así. Independiente, a su bola, libre, inteligente, incómodo, abierto al diálogo y a la discusión. Necesario», escribía el periodista Guillem Martínez sobre este holandés, autor de Franco desenterrado. La Segunda Transición española. Desde la lejanía, Faber ofrece una mirada analítica pero comprometida con la memoria histórica, al margen de intereses políticos locales.

¿Cómo un holandés se hace hispanista y acaba dando clases en Ohio?
Al acabar el equivalente al Bachillerato me tomé un año para pensar qué hacer y viajé con un amigo a México, donde aprendí algo el idioma. Me encantaba y, con 19 años, decidí hacer Filología hispánica. La primera vez que pisé España fue durante ese año sabático porque mi familia era progresista y a finales de los setenta muchos se negaban a visitar el país por convicción política en contra del régimen. Después iría otras muchas veces, incluso en autoestop, hasta que hice un Erasmus en Alcalá de Henares. Ejercí de asistente del corresponsal de un periódico holandés y ese fue mi primer contacto con el periodismo. Era 1992, cuando España interesaba mucho por los Juegos Olímpicos y el V Centenario del Descubrimiento de América, pero también aprendí muchísimo porque era el momento del declive del PSOE. Como entonces no se podía hacer el doctorado en mi país, un profesor norteamericano me animó a hacerlo en la Universidad de California, en Davis. Eso me acabaría llevando a donde estoy. Los estudios hispánicos en EEUU, a principios de siglo, eran un campo que ofrecía muchas posibilidades laborales.

¿Y tienes algún familiar vinculado con la historia de España?
Hace años descubrí que mi tío abuelo fue cónsul honorífico de Países Bajos en la República Dominicana y que ayudó a dar refugio a exiliados. Además, una amiga escribió una biografía sobre Fanny Schoonheyt, brigadista holandesa, de las pocas mujeres que lucharon en el frente y que apodaron «la reina de la metralleta», y descubrió que tuvo una relación con él. Pero todo esto lo supe mucho después de empezar a investigar el exilio y el legado de la dictadura.

¿Qué te llevó a escribir una tesis sobre el exilio intelectual español en México?
El profesor de Literatura Castellana que tuve en Alcalá tenía por costumbre pedir a sus estudiantes que le preparan trabajos bibliográficos. Su método era que se nos asignaran dos autores para que recopiláramos todo lo publicado acerca de ellos y su obra. Lo establecía por sorteo, y a mí me tocaron León Felipe y José Moreno Villa. El primero fue un poeta estrafalario, fuera de serie, que pasó por África y fue misionero. Acabó en México, donde se convirtió en un símbolo humanista del exilio. El segundo, un pintor vanguardista, archivero y también poeta. Me interesaron tanto que hice la tesis doctoral sobre este tema.

Y de ahí enlazaste con la Guerra Civil y la dictadura, que defines como «un periodo de congelación en lo peor de la historia».
Curiosamente, investigué el exilio sin haber estudiado casi nada de la guerra. Al mismo tiempo acabé involucrado en los archivos de la Brigada Abraham Lincoln, lo que me permitió entrar en contacto con descendientes de esos casi 2.800 combatientes estadounidense que lucharon por la República. Por eso digo que en mi país adoptivo, EEUU, aprendí a comprender mejor la intersección entre la historia norteamericana y la española. De hecho, gran parte de la obra de Max Aub, uno de los exiliados que he estudiado, va sobre la guerra. Además, acabé el doctorado poco antes de que se fundara la Asociación para la Recuperación de la Memoria Histórica, que removió este tema y, a la vez, el de la Transición en España. Hacia 2005 empiezo a involucrarme en debates públicos y tengo un desencuentro con el historiador Santos Juliá. Entonces conecté con otros historiadores, algunos más jóvenes, que batallaban contra la visión hegemónica de la generación previa que recelaba de la memoria histórica. Estos nuevos historiadores veían compatible su tarea con la memorialista. Así acabé siendo un aliado desde la lejanía y desde entonces he colaborado con muchos medios, primero con FronteraD, luego La Marea y ahora CTXT. Es un lujo tremendo porque puedo escribir sobre España para un público norteamericano, pero también desde EEUU y Holanda para lectores españoles.

Fijarse demasiado en España como fatalmente lastrada por un legado dictatorial es un problema

El franquismo pervive en actitudes como la de «¡Usted no sabe con quién está hablando!», le dijiste al periodista de La Vanguardia Lluís Amiguet. ¿En qué otras formas se manifiesta en la actualidad?
Al terminar de escribir Franco desenterrado acabé más confundido sobre cómo pensar el legado franquista. Cosas que vinculaba a esa herencia ahora creo que es mejor pensarlas como un legado más antiguo que el franquismo ayudó a perpetuar. José Luis Villacañas hablaba de cristalizaciones franquistas, como la frase que me has destacado, pero es algo que también se ve el funcionamiento vertical de ciertas instituciones y universidades, donde personas poderosas construyen su ámbito de poder a través de sistemas clientelistas, como reinos de taifas. La cultura política española también busca acabar con el otro, lo cual es algo que viene del auto de fe. Preguntarse cuánto hay de franquismo en la España actual es útil, pero tiene cierta trampa porque refuerza la idea de que es un país esencialmente diferente al resto de Europa. Es verdad que muchos desafíos tienen raíces en el franquismo, pero eso también le ocurre a otros estados con sus respectivas historias. La calidad de la democracia, cómo mejorar la participación ciudadana o cómo canalizar la desconfianza de la gente en la política son asuntos que también afrontan otros países. Fijarse demasiado en España como fatalmente lastrada por un legado dictatorial es un problema.

¿Queda algo del franquismo entre la juventud?
Quizás sería más acertado preguntártelo a ti (ríe). Es muy complicado, pero lo primero que se podría decir es el desencanto con la política, aunque tampoco es justo. La despolitización de la sociedad civil española es uno de los legados que se suelen mencionar, aunque el antifranquismo ayudó a reactivar un tejido social de trabajadores, presos y estudiantes que potenció que llegara la democracia. Sin embargo, la Transición se hizo de una manera que fomentaría que todo eso se descompusiera. La idea de que meterse en política es algo malo, también viene de ese momento, y explica que varias generaciones no vieran con buenos ojos el activismo. El 15M cambió esa mirada. No creo que haya un legado franquista en vuestra generación, aunque quizás el hecho de no prestar demasiada atención a ese periodo sí que lo sea. La dictadura fomentó una lógica que cuestionaba el hecho de querer aprender sobre un capítulo de la historia del que se consideraba que no llegó a ninguna parte. A una amiga historiadora le llama la atención que haya tan poco interés por estudiar la Primera República porque, precisamente, se ve como un fracaso. Gerardo Pisarello me dijo lo mismo, que es extraño, e incluso lamentable, que se haya pasado por encima de ese episodio que dejó huellas muy importantes, como el catalanismo, las identidades regionalistas o la tradición federalista, que todavía perviven. Solo analizar lo que tuvo éxito, entre comillas, o que contribuyó a la democracia ejemplar actual, es un pensamiento muy de la Transición y del franquismo.

Hay un legado franquista en la izquierda

Es lógico que la derecha sea heredada directa de ese legado, aunque diría que la inmensa mayoría de políticos del PP, por ejemplo, no lo comparten y son conservadores o liberales. Los que conozco, al menos, sé que no defienden ese régimen político. Otra cosa es que beban de esa tradición, como comentábamos, pero, ¿qué pasa con la izquierda? No se habla tanto de ello, pero existe un poso cultural que también impregna ese espacio.
En España hay dos izquierdas. Una, que ahora tiene entre 70 y 80 años, y que es hija del franquismo. Es esa generación que en sus años estudiantiles fue comunista o maoísta, que luego se moderó, aceptó la Transición y acabó ocupando puestos muy importantes. Vienen de familias con experiencia de poder, incluso de prominencia social. La otra es la izquierda de los padres represaliados, que es de clase obrera. Es la diferencia entre Juan Luis Cebrián y Manuel Vázquez Montalbán. Hasta cierto punto, las batallas por la memoria dentro de la izquierda han seguido esta línea de fractura. Si eres un dirigente del PSOE que tuvo un padre funcionario durante el franquismo, es evidente que su patrimonio se basara en bienes incautados y que tengas cierto reparo a que haya una reparación económica con los represaliados. Hay un legado franquista en la izquierda. La memoria histórica es un tema complicado porque siempre es familiar. Ricard Vinyes dice que esto pasa porque nunca ha sido algo público. Cuando hablas de la guerra o el franquismo, la gente tiene como marco mental a una abuela o un padre, pero no existe un relato maestro público desvinculado de lo personal. La educación francesa pública se rige por dar al niño el derecho a desvincularse de los legados familiares, y esto no se ha producido por lo que respecta a la historia española del siglo XX. El ‘mejor no abramos viejas heridas’ es lo que se impuso.

Vox tiene un vínculo estrecho con los grandes nombres de la dictadura y no condena ese periodo, pero te parece más importante su vinculación con la extrema derecha global.
¿Cuánto de su franquismo es política de imagen? Es verdad que hay un electorado al que le interesa y se siente identificado con la dictadura. En las guerras culturales, Vox está en contra de la memoria histórica, que quieren desmontar, pero a nivel político no son franquistas, son neoliberales. El supuesto franquismo de Vox es una táctica electoral, una forma de provocar a la izquierda.

«Estoy a favor de la memoria histórica. Pero hay un aspecto en todo ese discurso que me carga un poco. El exceso de sentimentalización, en detrimento de la contextualización política. Se debe hacer un esfuerzo para entender cada momento, en todas sus dimensiones. Y ese es un esfuerzo político. Hay una intoxicación sentimental», decía el periodista Enric Juliana. ¿Estás de acuerdo?
La sentimentalización está presente en la memoria histórica del Holocausto, que es la más ejemplar por cómo se ha trabajado. El modelo pedagógico cuenta un sufrimiento individual para tocar afectivamente al receptor. Si llevas a los alumnos a Auschwitz, sabes que saldrán conmovidos. Justo acabo de leer un libro de dos sociólogas francesas que cuestionan esta premisa de que las políticas de memoria apelen al individuo y la sentimentalidad. Me parece interesante este cuestionamiento porque si llegara a hacerse un museo nacional de la dictadura y la Guerra Civil será muy importante saber cómo establecer un relato desde la objetividad e incluyendo vivencias diversas.

No hay vergüenza asociada con el franquismo, esa es la gran diferencia con respecto a todos los países occidentales que lucharon contra el fascismo

Me cuesta imaginar la posibilidad de crear un museo sobre una guerra civil, la verdad. Sobre todo porque muchos todavía no condenan la dictadura.
No hay vergüenza asociada con el franquismo, esa es la gran diferencia con respecto a todos los países occidentales que lucharon contra el fascismo, como Francia o Bélgica. Existe una vergüenza, pero se está deshaciendo con el auge de la extrema derecha. Esto plantea la pregunta de si es buena idea movilizar la vergüenza y el afecto como elemento pedagógico. Un sentimiento muy protestante, por otra parte. En Alemania nadie se declararía orgullosamente nazi, pero en España sí pasa con los franquistas. Aunque ya los hay que reivindican el orgullo patriótico alemán, con Hitler incluido. De hecho, Hitler movilizó la vergüenza para convertirla en resentimiento.

«España no es la que yo dejé. Se ha convertido en un país gris, triste y lleno de miedo», escribió Max Aub en La gallina ciega, publicado en 1969 tras regresar a España después de haberla abandonado como republicano vencido. Creo que muchos no son conscientes de cómo la dictadura cambió profundamente la personalidad de la gente.
Entre el exilio, los muertos, los represaliados y los educados en el franquismo, se perdió muchísimo. Aub sabía todo lo que supuso y lo poco que significaba su generación para ese nuevo país. Lo que me parece admirable de Aub es que sabe relativizar su situación. Hemos vivido bien en México, admite, porque él y otros exiliados pensaban que eran víctimas, y se dio cuenta de que los que sufrieron de verdad fueron los que se tuvieron que quedarse.

A Max Aub llegué después de leer mucho sobre anarquismo, su legado educativo a través de los ateneos y la fuerza sindical que tuvo la Confederación Nacional del Trabajo (CNT). Nada de eso se explica bien en el instituto. También me di cuenta de que debía compensar ese relato libertario leyendo a republicanos burgueses, como Aub, o a autores franquistas. De lo contrario, nuestra percepción de la historia se distorsiona.
Es llamativo que llegues a todo eso por tu cuenta y que no lo hayas aprendido en la escuela. Leyendo revistas anarquistas como Estudios pareciera que la España de hoy es más conservadora que la de los años treinta porque hablaban de sexualidad o nudismo. Toda esa cultura se perdió porque no pudieron enseñarla. Para fastidiar a mis amigos españoles, les digo que tengo más derecho a considerarme más discípulo de la España republicana que ellos porque me pude educar con esa gente, mientras que ellos tuvieron profesores franquistas. Ese legado se dispersó y muchos otros países se beneficiaron de él, pero no España. Leer y darse cuenta de lo que se perdió produce duelo, y esa conciencia debe de ser una apertura para pensar las cosas de otra forma.

«En la escala de la evolución social, EEUU está por debajo de Francia y por encima de todo está España. Aquí no hay violencia, la democracia es muy tranquila, incluso con partidos como Vox», confesaba en una entrevista el reputado escritor norteamericano David Eggers sobre su estancia en Canarias. ¿Cómo se ve España desde fuera?
De mil maneras, según la persona y el país… Más interesante me parece por qué me haces la pregunta, que se nos hace mucho a los que escribimos sobre España desde fuera. ¿Por qué en España suscita tanto interés la imagen que tiene o no tiene el país en el resto del mundo? De hecho, es un tema que trato en un librito, Leyendas negras, marcas blancas, donde argumento que la obsesión con la imagen de España en el extranjero, y la preocupación por su supuesta re­putación inmerecidamente negativa, es antigua; que esa obsesión se ha movilizado, sobre todo, para fines políticos dentro de España; y que ha tenido efectos políticos y culturales más bien negativos.

Seguramente hay algo de legado franquista en la deferencia que ostenta el periodismo español ante el poder político

Ahora que se han cumplido 20 años de los atentados del 11M, ¿crees que en cualquier otro país los grandes medios hubieran creído la mentira de un gobierno? ¿Tiene eso que ver con la cultura periodística heredada del franquismo? Aun así, en EEUU pasó lo mismo con la invasión de Irak.
Puede ser muy útil invocar ejemplos de otros países para criticar lo que ocurre en el propio. Así, para denunciar el estado escandaloso de la sanidad en Estados Unidos, ha sido muy efectivo subrayar que la situación en otros países industrializados, España incluida, es mucho mejor. De forma similar se puede criticar el funcionamiento de los grandes medios en España con ejemplos de otros países donde rige otra cultura periodística. Seguramente hay algo de legado franquista en la deferencia que ostenta el periodismo español ante el poder político, y la facilidad con que este se cree con el derecho de controlar a la prensa, como ocurrió después del 11M. Pero hay que tener mucho cuidado con las idealizaciones. Es verdad que la deontología periodística en EEUU, incluidas sus prácticas de edición y contrastación de datos, están más desarrolladas que en España, también porque los periódicos y las revistas han contado con más recursos económicos. Pero, como bien señalas, toda esa cultura no impidió que el gobierno de Bush cooptara a un medio como el New York Times en los años después de los atentados del 11 de septiembre de 2001.

«Muchos periodistas en los grandes medios comparten los prejuicios culturales de los que gobiernan el país», te dijo el periodista norteamericano Roane Carey. Me parece clave.
Exacto. Y no siempre fue así. Como me explicaba Carey en esa entrevista que citas, en los años 60 o 70 el periodismo norteamericano no solo era mucho más fuerte, con cientos de periódicos locales y decenas de grandes periódicos urbanos, sino que había una brecha cultural y socioeconómica mucho mayor entre la clase política y las personas que se dedicaban a controlarla desde los medios. Hoy, es mucho más probable que una periodista del New York Times haya ido a la misma universidad de élite que un alto cargo en el gobierno. Esto refleja la erosión de la prensa en términos económicos, que sigue en curso, con más olas de despidos cada día, pero también constituye un problema serio de salud democrática.