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Lo más importante de un discurso no es su contenido, lo susceptible de ser transcrito. Lo más creíble, influyente, decisivo, es lo que no se dice. Importa menos la literalidad que lo implícito. Lo connotado desborda a lo denotado. Aunque no lo racionalicemos, sabemos que las palabras son externas, pueden cambiarse, intentan aprehender lo que deseamos decir. Sólo lo intentan. Las emociones, el tono de voz, los gestos o el lenguaje corporal, en cambio, salen de dentro, son auténticos, muestran a la persona verdadera. Eso es lo que llega al alma de la audiencia, lo que provoca la adhesión, lo que nos atrapa. Un buen político tiene que trasmitir algo profundo, sincero, porque si no suena hueco, como el altavoz de un centro comercial. En este funeral es más explícito el apretón en el brazo, la palmada amable, el tono compungido, que la palabra, innecesaria, insuficiente, incapaz de captar las emociones.

Por eso la puesta en escena que hace la presidenta balear, Francina Armengol, en sus comparecencias públicas está al nivel de Glenda Jackson: el espectador termina apabullado con gestos, miradas, vacilaciones, expresiones, que le convencen de que la presidenta no durmió anoche, de que ha estado reunida horas y horas con los científicos buscando cómo luchar contra la curva; que lo ha mirado todo una y mil veces, que contrasta la información, que la confirma, que repregunta, que no descansa, que sufre, que vela por nosotros. Viéndola hablar con voz entrecortada y gesto preocupado uno sospecha que los científicos en algún momento de la noche quisieron irse a dormir pero que ella insistió en que nadie saldría de allí hasta clavarle una lanza a la curva donde más le duele.

Porque esa curva se revuelve, resurge, amenaza, busca huecos para infiltrarse; creíamos haberla domado pero ella tiene vida, resiste, muta para atacarnos de otra forma. En el Consolat de Mar tiene lugar ese combate apocalíptico: de un lado Francina, la inagotable protectora de la tribu, la que sufre por nosotros, el San Jorge que batalla contra el mal; del otro esa curva que representa al virus, a la enfermedad y la muerte, ese Ascalon que nunca termina de sucumbir.

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Francina nos habla con su gesto agotado pero resuelto; con esa voz baja, cariñosa, de monja de hospital, cómplice, cercana; con esos argumentos simples del bien contra el mal; con la mirada húmeda, profunda, convencida. Da igual la literalidad de su discurso porque en esa batalla épica ella y nosotros estamos del mismo lado. Somos lo mismo. La integración, la fusión, la comunión entre el mandatario y el mandado.

Nunca uno le pregunta a una madre por qué nos dice qué hemos de hacer; si nos lo dice, será por algo que nunca entenderíamos; si nos marca el camino es porque lo sabrá; quiénes somos nosotros para cuestionar a quien nos adora, a quien se desvive, a quien no duerme por nuestra causa. Esa es la función del líder de la tribu; eso es lo que nos une, lo que nos salva, lo que nos protege. ¡Qué afortunados somos!

No se debe consentir que algunos, arrogantes, desagradecidos, soberbios, quieran tener autonomía, piensen por su cuenta, duden de la unidad, se hagan preguntas que sólo muestran una intolerable desconfianza en nuestros líderes. Siempre hay despreciables entre nosotros; hay que resignarse ante la realidad. Resignarse pero combatirlos. Por eso nos riñe como una madre: «No os comportáis como es debido», haciendo de superiora, con toda la legitimidad que sólo se gana frente a la curva.

Así las cosas, a quién le importa la manifestación feminista: quien está de nuestro lado sabrá por qué lo hace; para qué preguntar por qué cerramos las fronteras a los viajeros con PCR negativa; a qué viene preguntarle a quien es parte de nosotros, que nos riñe por amor, por qué nosotros sí podemos viajar por todo el archipiélago pudiendo llevar el virus de isla en isla; por qué íbamos a cuestionar a quien nos guía en la oscuridad por qué la factura del Covid sólo recae en los trabajadores del sector privado, con decenas de miles en el paro, en Ertes e incluso algunos en las colas del hambre. Sólo un bellaco osa preguntar a quien se desvive por su gente por qué en dos meses no hemos llegado a vacunar ni al cinco por ciento de la población. Esto es subversivo porque rompe la unidad de la tribu justamente cuando, como en los últimos doce meses, estamos a punto de doblegar la curva. Sólo desde la perversidad se puede pensar que tras un año de lucha estamos como el primer día, encerrados en casa, sin vacunar, sin empleo, sin haber aprendido nada. Pocas cosas más insolidarias que cuestionar a esa parte de nosotros que un año después sigue sufriendo por nosotros, en una guerra interminable contra los enemigos del pueblo.