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No creo que el coronavirus vaya a terminar imponiendo su ley sobre la humanidad, como tampoco nunca antes lo había logrado ninguna enfermedad. Sin embargo, me temo que nos está ganando al sembrar la confusión y la desorientación, sobre todo por presentarse de sopetón y sin manual de instrucciones. Nunca como ahora tanta gente ha perdido el sentido común y la capacidad de razonar para ofrecer ideas provechosas. O, quizás, ya eran así y hoy se muestran sin disfraces. La cuestión es que estamos extraviados y eso se nota especialmente en el debate público. Yo nunca había escuchado tantas tonterías, y no me refiero sólo a los fantasiosos ni a los negacionistas que, en sí mismos, son un divertimento social. Ni a los políticos, ¡Dios me libre!

Les pongo en situación con un ejemplo de estos días, en un periódico nacional. Allí leo a un especialista en algo que, con cara de preocupación, dice que «si seguimos agrediendo a la naturaleza, tendremos más pandemias». Yo comparto que el ser humano agrede a la naturaleza y, por supuesto, también sé que hay una pandemia, pero no veo la relación de causalidad entre lo primero y lo segundo. Porque si creyéramos a este buen hombre resultaría que desde tiempos inmemoriales y hasta la gripe española de 1918, el ser humano habría estado atacando a la naturaleza, causando epidemias constantes. En cambio, desde entonces y hasta ahora, hemos sido impecables. Justamente lo contrario de lo evidente.

En todo caso, los resultados más absurdos están saliendo de los estudios sociológicos vinculados al coronavirus. Vamos a ver: si usted analiza el extracto social de los calvos, por ejemplo, se va a encontrar con un mapa que establecerá un porcentaje determinado de ellos son ricos, o pobres, o cojos, o tienen coche diesel, o caries, etcétera. Hay porcentajes para todo. De la misma manera, si estudiamos los afectados por el coronavirus, encontramos lo mismo. El disparate de estos geniecillos está en intentar sugerir que esas correlaciones, ciertas y verificables, tienen alguna causalidad. No, no hay relación alguna. Otra cosa, en cambio, sería estudiar cuántos calvos tienen peine, asunto que para el cual tiene sentido el análisis porque hay un vínculo. En este orden de disparates, el asunto que políticamente interesa más es el de cuántos infectados son pobres, tal vez con la pretensión de sugerir que el virus tiene ideología política.

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La enfermedad nos está haciendo tan tontos que un oncólogo decía estos días que sus consultas y las de sus colegas están cada día más vacías porque muchas personas que están sintiendo síntomas de lo que probablemente sea un cáncer no están acudiendo al médico por miedo al virus. La expansión del cáncer, este implacable y letal, no entiende de cuarentenas por Covid, pero parece que no terminamos de creerlo.

En cualquier caso, la vista es la que está resultando más afectada por la obnubilación del pensamiento que provoca el virus. Por ejemplo, hay quienes se quejan de que haya más confinamientos en barrios pobres que en barrios ricos, viendo ahí la mano negra del capitalismo opresor. Lo dicho: nunca se han paseado por estos barrios y nunca han visto la abundancia de espacio en unos y el amontonamiento en los otros. El virus, estén seguros, no tiene ideología. La diferencia en su impacto tiene razones que se ven simplemente con abrir los ojos.

Al final, probablemente el peor efecto de una epidemia como la que padecemos sea este: hacer florecer la sinrazón en el debate social, fruto de la impotencia, de la ofuscación y, un poco también, de la idiotez, ahora mucho más difícil de disimular ante un agente desconocido