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Visto por la tele, lo que sucedió la noche del martes en Barcelona parecía una guerra. Visto a pie de calle, en muchos momentos más bien parecía una verbena moderada de San Juan. No digo que no hubiese momentos peligrosos, que podrían haber acabado mal: golpes de porra, lanzamientos de piedras, salvas y disparos de balas de espuma, contenedores quemados, gente corriendo, furgonetas de los Mossos circulando a toda velocidad por encima de las aceras…

Calculo que a lo largo de las tres horas y media que me pasé yendo de un lado a otro del Eixample barcelonés y los Jardinets de Gràcia, conté unas treinta o cuarenta hogueras. Al final de la concentración enfrente de la Delegación del Gobierno, unos pocos grupos de manifestantes, bastante jóvenes y me parece a mí que no muy experimentados en estos lances, se enfrentaron con la policía. Y todo se caldeó.

Además de la indignación por unas sentencias brutales –Jordi Cuixart y Jordi Sánchez en realidad están en la cárcel por haber evitado que en 2017 se produjesen unos hechos como los de ayer–, los manifestantes acumulaban también la rabia por las cargas, los golpes y los disparos con que la policía había disuelto las movilizaciones del lunes, en las que un chico había perdido un ojo y otro un testículo. Había rabia, pues, y también la sensación –muy extendida entre el independentismo no institucional– de que la Generalitat, desde la aplicación del 155, ya no tiene el control sobre nada en Catalunya, y menos aún sobre los Mossos.

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A pesar de todo, lo que yo vi la noche del martes no se corresponde para nada con las crispadas descripciones de violencia extrema que los medios de comunicación españoles llevan horas propagando. No es ya que las barricadas, los choques y los contenedores en llamas formen parte del atrezzo habitual de muchas manifestaciones que se celebran anualmente en muchas capitales europeas. Es que, justo al lado de los alborotos, los bares y los restaurantes estaban llenos de gente comiendo y bebiendo como si no pasara nada. Alguien se preguntó en Twitter: ¿te imaginas ser un turista que llega a Barcelona y encontrarte con esto? Bueno, yo vi a decenas de turistas que rondaban más o menos por el meollo y ninguno ponía cara de estar muy asustado. Algunos tomaban fotos, seguramente para lucirlas en las redes sociales.

La idea que el independentismo está a punto de emprender el camino de la violencia es más un deseo de ciertos antiindependentistas que una posibilidad real. Pero eso no quiere decir que si empiezan a repetirse los episodios como el del martes por la noche, el independentismo no entre en una fase incluso más errática que la que está pasando actualmente y que pierda credibilidad entre muchos de sus seguidores. Para empezar, el miércoles el debate ya no se centraba en si la sentencia era justa o injusta sino en si lo que había ocurrido horas antes era violencia o no lo era. «A mí me gustaría debatir si quemar un contenedor es más o menos violento que un Estado autoritario vulnerando cada vez más derechos fundamentales –me dice, sarcástico, un colega indepe–, pero claro, este debate no interesa».

Escribo esta crónica el miércoles por la tarde, cuando ya han pasado dos días y medio desde el anuncio de la sentencia, justo antes de subir al avión que me traerá de vuelta a Mallorca. Mientras escribo, leo que el presidente Sánchez se está reuniendo con Casado, Rivera e Iglesias para hablar sobre Catalunya. Justo a la misma hora, miles de catalanes están marchando hacia Barcelona desde todos los puntos de Catalunya para continuar con las protestas. La idea según la cual el juicio del ‘procés’ tenía que ser el final del conflicto cada vez resulta más delirante. O más tonta. O más temeraria.