La filósofa y escritora Margot Rot. | JUAN BARBOSA

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Mientras termino de leer Infoxicación, de la filósofa y escritora Margot Rot, en un banco del aeropuerto, observo a una mujer descender por una escalera mecánica. Su mirada, fija en su teléfono móvil, no se aparta ni un instante de la pantalla mientras se graba a sí misma. El video-selfie continúa incluso al llegar al final de la escalera. La mujer, absorbida por su dispositivo, camina junto a su pareja, quien, ajeno a la situación, disfruta de un batido. De esa relación íntima, casi fetichista, que todos experimentamos a diario con la tecnología, trata el ensayo que tengo entre mis manos. El título completo, Identidad, afectos y memoria; o sobre la mutación tecnocultural, anticipa el reto introspectivo al que nos invita la autora. Y sobre ello conversamos por teléfono, como no podía ser de otra manera, en una época en la que la virtualidad forma parte de nosotros.

«Agotamiento, apatía e impotencia; indiferencia, en último término. Estamos agotadas a causa de la hiperconectividad». Así describes las emociones que siente un infoxicado, que es cuando no somos capaces de procesar el bombardeo informativo que sufrimos cada día. ¿Cómo se llega a ese estado?
De manera sencilla y cotidiana, por el simple hecho de llevar un móvil en el bolsillo. Aun así, el teléfono no es el teléfono, es la apertura tecnológica a una disposición espacio-temporal diferente. Una vez la has habitado, las formas de pensar irán a esas velocidades que se dan en la virtualidad. Es más, aunque no participes de ello, siempre nos relacionamos con gente que está conectada, a no ser que hayas vivido mucho tiempo aislado. Uno no puede escapar de la velocidad a la que la economía nos plantea las circunstancias. Da igual que no tengamos el móvil en la mano. La manera de plantear las cosas está dirigida por esa velocidad informacional. El término infoxicación, en todo caso, es una estrategia de marketing que me apetecía usar para el libro, porque una palabra nunca explica la totalidad de lo que uno pretende contar. Me sirve como una maletita para llevar todo el resto.

Este estado emerge solamente en los países más desarrollados tecnológicamente, pero ¿afecta a cualquiera?
Tuve que hacer un reajuste de mi pensamiento porque cuando empecé con esta investigación estaba interesada en la ontología virtual, el cómo uno es en la virtualidad. Tuve que dar muchos pasos atrás porque te das cuenta de que, evidentemente, no en todos los países la gente tiene el teléfono permanentemente en el bolsillo, como pasa aquí. Como filósofos está guay darnos cuenta de que estos términos absolutos a los que nos agarrábamos ya no operan porque el mundo no es uno, sino millones. Afecta a los que tenemos la suerte, entre comillas, de pertenecer a estas sociedades. Luego hay gente que muere en las minas de litio para que podamos llevar el teléfono en el bolsillo.

En el timeline de X puede salirnos un vídeo terrible sobre la guerra en Gaza y, justo debajo, un artículo sobre la mejor hamburguesería de nuestra ciudad. ¿Por qué se produce esta «indiferencia frente al horror»?
Responder desde la filosofía es complicado, pero te diría que es una suerte de adaptación. En el ensayo me interesa alejarme de las enunciaciones que solo centran la culpa sobre el sujeto. Del decirte que no reciclas o que tienes una vida normativa. Me alejo de esas tesis culposas, no quiero dar por hecho que todos somos personas terribles, sino que formamos parte de un sistema opresivo y complicado que nos subyuga la inteligencia y la emocionalidad. La indiferencia surge porque uno tiene que seguir viviendo. Si le dedicáramos la afectividad que merece el horror que acontece a nuestro alrededor, posiblemente no podríamos seguir viviendo.

Y todo esto, ¿cómo moldea nuestras sociedades?
Nos lleva a dos planteamientos filosóficos interesantes. Por una parte, ¿qué identidad política desarrollaré si no tengo las herramientas afectivas para vincularme a las cosas que suceden? Si un terremoto o la guerra en Gaza me impiden continuar con mi vida, y no me lo puedo tomar con el tiempo y respeto que merecen estos acontecimientos, ¿me puedo politizar? La otra cuestión es sobre nuestras tristezas particulares, sobre quién soy en mi día a día. Si la cotidianidad se configura en esta multidisciplinariedad caótica de imágenes y textos tremendos con la banalidad más absoluta, ¿cómo puedo relacionarme con esto para precisamente ser mejor y ser un sujeto politizado? La apatía que sentimos es el resultado del mundo en el que vivimos, marcado por la precariedad y el horizonte de la crisis climática, por el capitalismo, en último término.

Cuando esto se prolonga en el tiempo surge, precisamente, la apatía. ¿Cómo se manifiesta?
Si estoy permanentemente conectado con un flujo inasumible de información, puedo llegar a sentirme frustrado. ¿Cómo me voy a hacer cargo de todo lo que veo? Aunque sea una frustración inconsciente, porque estas cuestiones no están en el plano principal de nuestras mentes. Estar frustrados es querer hacer y no saber cómo, y ante esto se puede desarrollar un mecanismo de indiferencia, de apatía. El deseo se apaga, y esto es importante, porque el deseo es el ímpetu con el que vives. Las cosas te apasionan, incluso las que te desilusionan te están apasionando. Puedo leer una noticia terrible y encontrarme fascinada por el hecho de no sentir nada. La apatía es el no poder conectar con una imagen tremenda, la suspensión del deseo que, con el tiempo, se convierte en indiferencia. El ‘me da igual’ es un problema político.

De ahí que, después de ver un vídeo atroz, acabemos leyendo el artículo sobre cuál es la mejor hamburguesa.
Mucha gente se pregunta cómo puede estar pasando lo de Gaza. Theodor Adorno decía que después de Auschwitz no podía existir el arte. No sé si después de Gaza podremos sentir eso porque el vínculo con el horror que sentimos ahora no tengo claro cuán emotivo es. Y luego está el increíble auge del fascismo, que tiene mucho que ver con el fervor y el deseo.

«¿La razón produce monstruos o es una razón privada de afectos lo que produce monstruos?», afirmas en el libro, actualizando la cita de Francisco de Goya. ¿La falta de afectos es la que nos lleva hacia el abismo?
Una cosa que me obsesiona, así como cosa filósofa pedante, es eso de que en las facultades explicamos que la modernidad es una maravilla porque es el momento en el que el hombre se encuentra con la razón. En el programa La isla de las tentaciones muchos concursantes razonan como si la razón y los afectos no fueran la misma cosa. Me obsesiona la idea de que la razón intenta justificar tus afectos: para mí razonar es cuestionar lo que sientes. Los afectos siempre se presentan como una necesidad, como algo a lo que uno no puede hacer más que sucumbir. «¿Qué le vamos a hacer, es lo que sentía en ese momento?», nos decimos, pero precisamente pensar es cuestionar aquello en lo que aparentemente no podemos intervenir, como el deseo. Todavía existe una radical separación entre lo afectivo y lo racional.

«Somos sujetos deseantes. Deseamos desear. Nuestros teléfonos móviles son dispositivos de actualización permanente del deseo». ¿El gran reto de nuestra generación es aprender a ponernos límites?
Creo que no podemos aprender a poner límites al deseo, y lo pienso por nuestro contexto, en un mundo en el que todo es posible, donde ya no hay tabúes ni prohibiciones. Más que eso creo que debemos empezar a cuestionar qué deseamos.

Lo que sale en el explorador de Instagram ¿es el reflejo de nuestra alma o lo que el algoritmo quiere que sintamos? ¿Cómo deberíamos actuar ante estos reclamos?
Tenemos el poder de cambiar la industria económica, pero manda mucho. Puedo tener un interés en determinados contenidos y el algoritmo me devolverá eso y cinco cosas relacionadas. Es muy peligroso creer que el algoritmo es omnipotente y que no se puede hacer nada. Es un lenguaje que trabaja con asociaciones, como nuestra mente, y no debemos olvidar que somos mucho más inteligentes que las máquinas.

La tecnología hace tiempo que forma parte de nuestro cuerpo sin la necesidad de que esté implantada en la piel; somos cíborgs, dices, aunque la mayoría lo ignoremos. ¿Qué implica pertenecer a esta categoría
No ser conscientes de ello se explica por la cultura cinematográfica, que nos hace pensar en el cíborg como el autómata que nos quitará el trabajo y provocará otra guerra mundial. El manifiesto de Donna Haraway me gusta porque me parece interesante que planteara que esto del cíborg tiene que ver con la forma de habitar el espacio y el tiempo que nos da la virtualidad. Somos cíborgs porque nuestra temporalidad está mediada por la virtualidad. Eso nos vincula con otra forma de pensar y de estar en el mundo, una naturaleza que es tecnológica. Plantear estos problemas para ver cómo vivir de la mejor manera posible es la voluntad de mi ensayo.

¿Lo has conseguido?
Pues no (ríe). Tengo mi batalla diaria sobre cómo consumo información y deseo. Las circunstancias sistémicas en las que vivimos no te eximen de sufrirlas.

Las palabras escritas han perdido interés frente a la imagen que, a la vez, produce indiferencia por su presencia excesiva. ¿Queda alguna posibilidad emancipatoria?
No estoy de acuerdo con que la imagen esté por encima del texto porque el texto predomina sobre la imagen. Cada cosa en su justa medida, por ponernos aristotélicos. Cuando hablas con tu gente estás pegado al WhatsApp, y son palabras, y entiendes perfectamente cómo se comunican tus seres queridos: no escribimos igual a nuestra madre, a los amigos o nuestra pareja. Es algo maravilloso porque después de haber dicho durante décadas que somos una sociedad de imágenes, quizás podamos decir que somos una sociedad de imagen y texto. Leerse un libro de 600 páginas es revolucionario, es totalmente punki, es un compromiso, una decisión tremenda que algunas personas toman.