De izquierda a derecha, Francisca con su nieta Yanira (5 años), Carina (18 meses) y Naimara (10 años); Tonina, de pie, sujeta a su abuela Bàrbara, sentada en la silla de ruedas. A la derecha, Mar y Marta, hijas de Tonina. La sesión de fotos para el reportaje tiene lugar en la casa de la matriarca, en Maria de la Salut. | Jaume Morey

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En una casa muy rústica de Maria de la Salut, Bàrbara Payeras, de 96 años, todavía vislumbra los recuerdos de su infancia en este pequeño municipio con poco más de 2.000 habitantes. El apellido Payeras está en boca de todos. Es la matriarca de una familia de cinco generaciones. Y todas mujeres. Su suerte le sorprende. A ella y a los que la conocen. No todos pueden decir, con la boca grande, «tengo tataranietos». No conoce a familias con tantas generaciones como la suya. Son una rara avis que causa furor entre los municipios de Maria de la Salut y Can Picafort, donde residen su nieta, bisnietas y tataranietas. Las siete se desplazan a ver a Bàrbara, la padrineta gran, para las pequeñas.

Francisca Alomar Payeras, de 74 años, es una de los cuatro hijos de Bàrbara Payeras. Tonina Morey, de 51 años, es la hija de Francisca y nieta de Bàrbara. Mar y Marta Reynés, de 28 y 24 años, son las hijas de Tonina, nietas de Francisca y bisnietas de Bàrbara. Y Naimara, Yanira y Carina, de 10 años, 5 años y 18 meses, las tataranietas de la matriarca. Hasta nombrarlo es complicado.

Las mujeres se juntan en casa de Bàrbara para la entrevista. Es una tarde para dar abrazos y besos. Y recuperar el tiempo perdido. Tonina Morey cuenta que su abuela (Bàrbara) estuvo ingresada hace poco. Estas cosas se viven como «sustos», porque, aunque saben la edad de la más mayor, no entienden la vida sin la padrina gran.

Esta será la versión más reducida de una historia repleta de «guerra, hambre y peste». Repite varias veces Bàrbara: «He sufrido, guerra, hambre y peste». Con 13 años se puso a trabajar en el campo. Es la penúltima de seis hermanos: Margalida, Pep, Toni, Joana Maria y Pere, el más pequeño. Segaba la tierra junto a sus padres y hermanos. «Ganábamos el jornal de esta manera. Trabajábamos para los señores de las tierras Montblanc y Son Roig», recuerda Bàrbara de una forma nítida. Con la edad, cambió de oficio y se dedicó al trencat (textil) y en esta familia también la visualizan en las temporadas de recogida de ajos. «He pasado mala infancia por la guerra pero he tenido riquezas: un ventilador, una estufa, un teléfono, un televisor y luz», confiesa.

Así era la fortuna de una mujer que nació en 1926. «Yo recuerdo a mi madre trabajando todo el tiempo. Como con mi tío más pequeño –Pere, el último hermano de Bàrbara–, me llevaba seis años, le cuidaba. Yo no he sido una niña típica porque pronto me tocó ayudar a mi madre a cuidar a mis hermanos», rememora Francisca, su hija. Una escena que todavía recuerda la padrineta gran es cuando terminaban la jornada estival cada año. Acudían, en carro, con sus hermanos y su padre, a la playa de Can Picafort. «Era el momento más feliz», asegura Bàrbara durante una conversación que mantiene con su hija Francisca. «Cada año, hacíamos lo mismo: ir una vez a la playa». Y era suficiente. Porque ella, como mucha gente de su época, no contemplaba la felicidad como un obsequio u oportunidades, sino como un momento de calidad con su familia.

Marta, Tonina y Mar, en el Hospital de Inca, donde son celadoras.

De Maria de la Salut no ha movido ni un pie. Del periodo de entreguerras «recuerdo las bombas caer. Las familias del pueblo teníamos cartillas de racionamiento para comprar el alimento. La comida principal era el trigo. En mi casa, por suerte, no pasamos hambre, pero había mucha hambre en el pueblo», continúa Bàrbara.

Su nieta Tonina le pregunta si antes se vivía mejor que ahora, a lo que responde la padrineta gran: «Mucho mejor ahora». Y repite: «En mi época se pasaba hambre, peste y guerra». Su nieta describe a su abuela como «mi alegría» y siempre quería estar con ella. En su caso, se lleva muy poco con algunos tíos –hijos de Bàrbara–, y se lo pasaba muy bien en casa de su abuela. «Yo vivía con mi madre –Francisca– en Can Picafort. En esos años, me dejaba sola en el autocar que me llevaba a Maria de la Salut a pasar el día con mi abuela. Yo tenía en ese momento cinco años. Había tanta tranquilidad en los pueblos y tanta seguridad...por la noche mis padres venían a buscarme», extrae Tonina de sus recuerdos.

Generaciones de celadoras

Una anécdota que comparte es el nacimiento de la primera tataranieta. «Nos preguntó –Bàrbara– qué era esta niña para ella, como que no sabía qué venía después de bisabuela», menciona Tonina en esta entrevista mientras se ríe. Esta historia tiene otra curiosidad. En esta familia hay tres mujeres que son celadoras y que han llegado a trabajar juntas en el Hospital Comarcal de Inca. Tonina comparte profesión con sus dos hijas, Mar y Marta. La madre comenzó en 2007, su hija mayor (Mar) en 2019 y la menor (Marta) en 2020. «Trabajar con mi madre me gusta mucho. Sí que a veces me resultaba raro llamar Tonina a mi madre en el trabajo, pero alguna vez se me ha escapado un mamá», dice Mar.

«Las tres hemos coincidido poco, pero la primera vez me acuerdo que fuimos a trabajar juntas en coche. En el hospital, todo eran bromas al respecto», lo cuenta Marta, que desde hace un mes se marchó del hospital para irse a Manacor como técnica de Rayo: «Lloré cuando me fui, una parte de mí está aún en Inca». En esta historia, entra otro personaje, el novio de Marta. En una ocasión, coincidieron los cuatro. Todos celadores. Y se hicieron un selfie.