Joan Enric Vilardell.

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La pandemia por COVID llegó sin que hubiera una vacuna para afrontarla. Y la primera solución, como se ha hecho antes en la historia, fue confinar a la población. Antes de la medicina moderna, las infecciones eran tan habituales que en cada puerto, su zona de entrada natural, había una construcción donde pasar la cuarentena. Eran los lazaretos y sobre ellos hablará este martes el arquitecto Joan Enric Vilardell en una nueva sesión científica de la Reial Acadèmia de Medicina.   

¿Qué es un lazareto?
—Es un recinto donde hace tiempo se enviaba a los leprosos y, con la era moderna, era donde las pasajeros con síntomas o sospecha de enfermedad infecciosa hacían la cuarentena que era de veinte días o menos. En el tiempo en que la medicina no podía resolver qué causaba las epidemias, se pensaba que incluso las cosas se infectaban, más concretamente las telas, y sobre todo el cuero. Así que las mercancías de los barcos también se sometían a aireación y cuarentena.   

¿A qué tipo de construcción obedecían?
—Estaban los situados en tierra, como el de Verona o Bérgamo que eran más tipo cartuja, con un gran patio alrededor del cual había celdas. Y luego los había en puertos donde, en función del tráfico marítimo, tenían un tamaño u otro. Muchos estaban integrados dentro de las fortificaciones, en otros casos eran cuarteles militares y, a mediados de siglo XVIII se hicieron pabellones.

¿Cuántos hay en Baleares?
—En Mallorca, por ejemplo, había uno en Palma, en lo que ahora se conoce como los jardines de la cuarentena en el Paseo Marítimo donde todavía quedan las puertas. También existía el lazareto de Alcúdia, situado detrás de la estación marítima que todavía sobrevive, y un tercero en Sóller, en el camino al faro, pero la carretera lo cortó por la mitad.

Cuarentena. Imagen de archivo del Lazareto en el puerto de Maó datada el 8 de agosto 1928 donde se observan las cabezas de los niños debidamente rapadas. Foto: MARGARITA CAULES
Cuarentena. Imagen de archivo del Lazareto en el puerto de Maó datada el 8 de agosto 1928 donde se observan las cabezas de los niños debidamente rapadas. Foto: MARGARITA CAULES

El lazareto de Maó es uno de los más conocidos.
—Es una joya urbanística y arquitectónica, uno de los de última generación. Su virtud es que no fue dañado porque no tenía un gran tráfico, como el de Génova o Marsella, que estaban en grandes puertos. Además era propiedad del Ministerio de Sanidad y servía para el veraneo de los funcionarios, por lo que se ha mantenido y ha sobrevivido en buenas condiciones.

¿Cuándo vivieron su época de esplendor?
—Con la gran peste de Marsella, de 1720, los estados toman conciencia de la necesidad de controlar las epidemias que arrasaban poblaciones enteras. A inicios del siglo XIX, cuando aparecen la malaria, la fiebre amarilla o el cólera, que llegaron con el comercio de esclavos, ya es cuando, a través de las academias de ciencias, se forman comisiones para estudiar a fondo dónde emplazarlos.

¿Quién se hacía cargo?
—Los primeros fueron las órdenes religiosas que se encargaban de la lepra. Poco después pasaron a las ciudades portuarias y, a medida que los brotes se sucedían y el tráfico comercial lo potenciaba, se puso en manos del Estado.

¿Y qué cuidado recibían?
—Cada uno tenía su celda y eran visitados con cierta periodicidad. La presencia de los médicos era escasa, sólo había soldados, vigilantes y presencia eclesiástica para las misas que eran el único consuelo que podían recibir. Allí una desobediencia era castigada con la muerte, tenían un régimen severo y se producían situaciones abusivas porque los magistrados tenían el poder absoluto de la vida de las personas. Las medidas médicas eran aireación y vapores como baños turcos con eucaliptos y plantas medicinales. Creían que así liberaban los pulmones. En las instalaciones había enfermería, tanatorio... Y, sobre todo en los modernos, había celdas muy bien equipadas para pasajeros distinguidos. Era todo un mundo.