Imagen de archivo de una paciente vacunada contra el COVID.

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«Resultat prova covid: positiu». Me paro, respiro y pienso: aquí no se salva nadie. Es real. El virus no entiende de edad, ni de sexo, ni de clases. Estoy rozando la treintena y si hace dos años me hubiesen contado que de un día para otro aquel mundo que conocía estaría manga por hombro, jamás me lo hubiese creído. Es una pesadilla, la COVID ha trastocado durante dos semanas mi forma de vivir, sentir y trabajar. Pero a nadie le importa mi nombre, ni mi edad, ni mi profesión, ni tan siquiera si he podido teletrabajar. Lo más importante de esta historia es el final: me he curado de coronavirus. Y lo he hecho en casa, sin necesidad de llegar a ocupar una cama de hospital. Bendita vacuna.

El pánico me invadió por completo el día en que llegaron las malas noticias. Me enfrentaba a algo desconocido. Un contacto estrecho, síntomas y una prueba de antígenos positiva. No hay duda: tengo coronavirus. Y lo peor, parte de mi familia también. No había tiempo que perder. Llamé a Infocovid, al otro lado de la línea telefónica una rastreadora me atendió y nos citó para una PCR en el vacunódromo de Inca. La maquinaria se había puesto en marcha: aislamiento, en menos de 24 horas una prueba por el Servei de Salut, atención médica por teléfono y un rastreo de los contactos estrechos. Era el inicio de la sexta ola en Baleares y yo era uno de esos números que durante meses me había dedicado a contar para escribir las noticias de este periódico. Una de las 111.105 personas que se han contagiado en las Islas desde el inicio de la pandemia.

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Al día siguiente mi cuerpo se rebeló. Llegó el dolor de cabeza, el cansancio, la tos, los problemas respiratorios, los mocos, la fatiga y las ganas de dormir. La enfermedad se había apoderado de mí. Fue rápida, pasó de casi no mostrar síntomas a complicarse en tan solo unas horas. Fue entonces cuando di gracias por haber nacido en esta parte del mundo. De formar parte de ese grupo de personas que ha podido acceder a un fármaco contra la COVID de forma gratuita a través de una sanidad pública y en menos de dos años. Dos pinchazos que han evitado que tenga que estar en la cama de un hospital entubada. Porque cuando te cuesta respirar, cuando no tienes ganas de nada, te ves allí, cerca del punto que debe marcar el límite entre la vida y la muerte. Y entonces piensas: gracias ciencia. Bendita la vacuna.

En esos días de horror también te acuerdas de todos aquellos que no se fían. Hoy solo les pido que se lo piensen mejor. Que reflexionen. Que se lo piensen mejor por ellos mismos, por sus abuelos, por su padres, por sus amigos, por aquellos que nos cuidan. Y sobre todo, por aquellos que han perdido la vida. De corazón, con todo el respeto del mundo, les pido que se lo piensen. Que la vacuna te salva. Y salva a los que más quieres.

Ahora, días después de aquel mensaje que nunca hubiese querido recibir se empieza a ver la luz al final del túnel. Aunque pocas, la enfermedad también trae cosas buenas. Son días en los que el tiempo pasa lentamente. Entonces vuelves a tomarte tu tiempo para hacer las cosas. Sin prisas. El coronavirus te devuelve momentos para reflexionar, instantes para volver a encontrarte contigo misma. Con aquella que tanto echabas de menos y se había perdido en el día a día de la rutina. Te enseña a parar, a añorar y a valorar. Aprendes el valor de una conversación, de un café caliente con las amigas o de un abrazo. Hoy es mi primer día tras superar la enfermedad. Poco a poco volverán los abrazos. En menos de una semana estaré achuchando a mi sobrina. Y los que quedan por venir. Los abrazos nos salvan, la vacuna también.