Pere Fullana sujeta el libro, en Algaida. | Pere Bota

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Illa Edicions ha publicado Església i Guerra Civil, obra de 14 autores coordinados por Pere Fullana y Rafel Mas. El libro es fruto de las I Jornades sobre Societat i Església des d’una Perspectiva Històrica, organizadas por la Fundació Mossèn Bartomeu Oliver en Sencelles en 2019.

¿Cómo podemos definir el papel de la Iglesia durante la Guerra Civil?
— No quiso ser neutral. Durante la II República, la Iglesia se mostró muy conservadora, con unos valores tradicionales y vinculada a unos poderes determinados. A estos poderes les iba muy bien el apoyo de la Iglesia, que nunca quiso llegar a acuerdos con las autoridades republicanas. Había que justificar la sublevación militar. Precisamente, un sacerdote como Bartomeu Oliver se pregunta cómo puede haber una guerra en la que se mata por matar, se matan entre hermanos y se justifican las muertes. Las iglesias extranjeras no entienden cómo la Iglesia española puede ser tan obtusa y cerrada.

Pero al final el Papa concede su bendición, no sé si es la expresión apropiada, a los franquistas.
— Sí, no cabe duda de que el apoyo papal es un éxito de Franco y del cardenal Isidro Gomá, que hizo de mediador ante la Santa Sede. Pío XI acabó cediendo y envió un nuncio a la zona franquista.

Pero la Iglesia también fue víctima y sufrió la hostilidad de determinados sectores, ¿no?
— Sí, así era la sociedad de los años 30. En la actualidad, muy secularizada, nos cuesta entender ese ambiente. El problema era que existía demasiada distancia entre las élites tradicionales y las clases populares. En ese escenario, la Iglesia toma una posición muy clara y lleva a cabo una politización de sus bases. Cabe recordar que al principio de la II República se cuestiona el voto femenino porque se le considera conservador y muy influido por sacerdotes y confesores. Incluso Azaña dice que, políticamente, no se fía de su esposa. Dicho esto, ni todos los anarquistas eran unos terroristas sanguinarios ni todos los religiosos eran unos franquistas recalcitrantes deseosos de eliminar rojos. Volviendo a Bartomeu Oliver, era maestro en Algaida, llevaba sotana y dialogaba con los republicanos, lo que era muy mal visto por los que deberían ser los suyos.

¿Qué pasó con estos sacerdotes mal vistos?
— Muchos sacerdotes mallorquines estuvieron en el punto de mira de los falangistas por motivos políticos, morales o por una conducta independiente, aunque sólo Jeroni Alomar sería sometido a un consejo de guerra y ejecutado. El obispo Josep Miralles ya advirtió a los sacerdotes de que no se metieran en líos políticos porque si lo hacían, él no les iba a defender. Eso no iba con los sacerdotes falangistas radicales, que incluso acusaron a Miralles de ser demasiado blando. A nivel español, hay que apuntar que en Zamora había una cárcel de sacerdotes antifranquistas.

¿Esa situación se mantiene hasta el Concilio Vaticano II?
— Tras el concilio, el régimen se encontró descolocado. El papa Pablo VI estuvo muy mal visto y la Conferencia Episcopal Española mantuvo su línea dura hasta que el cardenal Tarancón accedió a la presidencia. Entre 1939 y 1959, la Iglesia acumuló mucho poder en los ámbitos educativo y social, y tenía una gran presencia pública. Después del concilio, aparecieron más sacerdotes comprometidos con las clases populares y el régimen no pudo evitar las transformaciones sociales, entre ellas la derivada del turismo.