En toda Sudamérica, sólo hay un país que ya está vacunando a su población con normalidad y con una vacuna probada. | Toni Albir

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No sé muy bien por qué en España nadie ha hecho la menor mención a que hace unos días Alemania compró a Pfizer treinta millones de dosis adicionales de la vacuna contra la Covid, a sumar a las que ya le correspondían en el reparto diseñado por Bruselas. Hasta ahora, nuestro continente tenía un único suministro de vacunas, el cual no parece avanzar muy veloz, pero al menos era único. Pero de pronto, Alemania rompió la baraja. La prensa italiana lo destacaba con indisimulada indignación.

¿Saben ustedes cómo se llama el impulso que ha llevado al gobierno alemán a no esperar más y echar mano de chequera? Egoísmo, o algo que se le parece. Combinado con disponibilidad económica, por supuesto. “¿Por qué, si puedo, he de esperar?”, vendría a ser la idea que subyace a esta decisión.

El arrebato alemán es una insignificancia en relación a lo que está sucediendo a escala mundial. Eso sí que es la selva, donde únicamente cuenta el poder económico.

En toda Sudamérica, sólo hay un país que ya está vacunando a su población con normalidad y con una vacuna probada: Chile. Con el dinero que sigue dando el cobre, que no ha fallado, Chile ha acudido a Pfizer, ha pagado y tiene las vacunas. Los demás marean, dicen incoherencias o hacen el ridículo. Argentina que tiene que simular que es lo que ya no es, tras no poder comprar la vacuna de Pfizer, ni de Moderna, ni de Astra Zeneca, acudió a Rusia, que le mandó la Sputnik V, cuyos datos de testeo se mantienen ocultos, y que no se puede suministrar a los mayores de sesenta años. Vamos, que no se puede aplicar a la población de riesgo.

Mucho peor es la situación de países como Ecuador, Perú, Guatemala, Bolivia o Paraguay, donde se mezcla la corrupción de unos gobiernos inestables con la impotencia económica. Todos, acosados por los ciudadanos angustiados y por sus medios de comunicación que ven en la televisión cómo se vacuna a los europeos, responden que esperan la vacuna que distribuya Covax. Nadie sabe qué es Covax, por lo que cuela. Otros, como Nicaragua, ni siquiera tienen esta escapatoria. Y Maduro simplemente desbarra.

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Covax es una organización política humanitaria de Naciones Unidas que se ha comprometido a distribuir las vacunas que no quieran los ricos –las que sobren, para entendernos–. No vean cuántas van a sobrar: sólo en Canadá, por ejemplo, sobrarán tres vacunas por habitante, dado que han comprado cuatro tipos diferentes para cada persona. Así que lo que sobre, les irá de perlas a los pobres. Literalmente. Eso sí, habrán de esperar a que nos sobre, lo cual ocurrirá cuando nos hayamos vacunado todos. Mientras, a seguir muriendo.

Uruguay, que tiene cierta solvencia financiera, lleva meses negociando con los laboratorios, sin acuerdos. «Estamos negociando», dice su presidente, sin aclarar qué impide cerrar la compra, aunque todos podemos imaginar que el obstáculo no es la pasión por salvar vidas.

Algo similar ocurre con Myanmar, Malasia, Tailandia o Ucrania, por citar algunos ejemplos. Y no digamos con África, a donde la vacuna puede que no llegue nunca.

También por ahí asoma su patita Sinopharm, la farmacéutica de China. Los chinos se han lanzado al ‘tercer mundo’ con su vacuna bajo el brazo, cambiando apoyos internacionales por salud. Su vacuna, a diferencia de la rusa, está homologada científicamente. Los chinos tienen defectos, pero no son chapuzas como los rusos. Pero los chinos no regalan nada: piden primero apoyos, después dan salud. ¿Saben qué piden los chinos a cambio de vacunas? Materias primas, suministros y, muy especialmente, apoyos en los organismos internacionales. Ya verán que muchos países del tercer mundo acudirán a la próxima cumbre del cambio climático convencidos de que el humo de la contaminación china es saludable.

El gran drama es que, mientras tanto, las sociedades de los países pobres siguen paralizadas, empobreciéndose, buscando desesperadamente una atención médica que sus hospitales no pueden ofrecer. El drama horroroso que se vivió hace unos meses en Guayaquil, con la gente cayendo muerta por las calles, hoy es común en varios países pobres, sin que lleguemos a enterarnos. Son tantas las tragedias, y estamos tan preocupados de lo nuestro, que han dejado de ser noticia.

Mientras las élites occidentales no paran de desarrollar toda clase de teorías filosóficas sobre el colonialismo, la explotación y otras florituras al uso, cuando llega un virus miserable, todo queda a merced del crudo egoísmo. Salvo al Papa, no he oído a nadie relevante abrir la boca por la tremenda desgracia que 2020 ha arrojado sobre los pobres del mundo, sin gobiernos, sin dinero y sin vacunas.