Una calle comercial de Palma. | Jaume Morey

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Mi mejor amigo, Pep, ha tomado la decisión unilateral de suspender cualquier celebración familiar. Ni Nochebuena ni Navidad. El detonante: la falta de acuerdo entre hermanos ante las medidas a adoptar para evitar contagios. Su decisión ha generado muchas cosas, pero el tipo se siente aliviado y relajado a partes iguales.

Año tras año, el domicilio materno del colega menorquín ha venido acogiendo las celebraciones. Hermanos, nietos, cuñados y la anfitriona (con alguna baja y alguna alta) se venían reuniendo a manteles para desgustar el menú que María preparaba con dedicación, esfuerzo y mimo.

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La recompensa a sus horas de cocina era reunir a la familia, contemplar como se ponían las botas y la posterior tertulia regada con algún licor. Este jueves y viernes se quebrará la tradición. Aunque al que redacta esta crónica desconoce algunos detalles, existen dos aspectos cruciales que han dinamitado la celebración de la familia Pons.

Una es el número de comensales, que superaba la normativa, y el otro las dimensiones de la mesa, que no garantizaba la suficiente separación entre comensales, en opinión de Pep... De la lista de convocados y posteriormente desconvocados, la que peor está digiriendo la decisión es la madre-abuela-suegra de las criaturas, que acumula sentimientos encontrados ante la protección que quiere proporcionarle el pequeño de sus tres vástagos.

A sus años, María forma parte del grupo de riesgo. La COVID-19 sería una losa demasiado pesada. Su hijo no se lo perdonaría. No es un cuento de Navidad, es un relato familiar sin pretensiones morales. Una historia más. Disfruten y cuídense mucho.