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El concepto de ‘solidaridad' debió desvanecerse a partir de 1978, cuando España dejó de ser centralista y se reconoció como un Estado autonómico. La idea era que cada territorio dispusiera de instituciones y competencias para desarrollar proyectos adecuados a sus características, aprovechando sus propios recursos para generar trabajo y riqueza. En 1978 estaba claro que aquel objetivo no se conseguiría de inmediato, así que las comunidades más ricas debían ayudar a las más retrasadas. La Constitución no promulgaba un Estado federal, pero sí una reorganización de responsabilidades: cada autonomía debía avanzar por sí misma de la mano del Estado, que se guardaba mecanismos de «compensación» o «solidaridad».

Todo sigue más o menos igual.
En general, pocas cosas han cambiado en cuarenta años. Las comunidades más retrasadas recibieron importantes inversiones del Estado y se construyeron infraestructuras de primer orden para alentar su progreso. Pero este esfuerzo apenas ha servido para algo. Sus presidentes autonómicos siguen equilibrando las cuentas gracias a las aportaciones del Gobierno central, no de la generación de riqueza de sus autonomías. Que Madrid se haya convertido en un imán para las expectativas de miles de personas que ‘vacían' España desajusta aún más la organización que establece la Carta Magna.

Un modelo que no sirve.
El modelo autonómico, tal y como está planteado, no sirve. A excepción del País Vasco y Navarra, el sistema de financiación es injusto para aquellas comunidades más productivas. Sin estar sujetos a la responsabilidad fiscal, hay presidentes autonómicos que han hecho de su trabajo una reivindicación permanente de recursos al Gobierno central. Con esta perspectiva, ahora hiriente por los estragos que la pandemia produce a la economía de las Islas, Balears entregará más de 400 millones para ser ‘solidaria' con los otros territorios.