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El combate contra el coronavirus se ha convertido en una enorme melee, como en las guerras en las que las tropas rompen filas, donde el miedo desbanda a los batallones y en las que se lucha cuerpo a cuerpo, sin orden ni concierto. Los que un día fueron jefes siguen dando órdenes de las que, perdida la cadena de mando, nadie se entera, contradictorias entre sí. Sus proclamas no llegan al soldado porque se han roto los canales de comunicación y se ha perdido la credibilidad. Es un sálvese quien pueda.

¿Recuerdan cuando nos encerraron en nuestras casas? Era que había ciento cincuenta contagios diarios en Baleares. Nuestros generales nos decían que era una cuestión de vida o muerte; debíamos ser responsables y evitar la catástrofe; los policías nos paraban por las calles y nos preguntaban a dónde íbamos porque con esos contagios era una irresponsabilidad traspasar el umbral de casa. Era el criterio científico. La verdad verdadera decía que había que encerrarse. Desde los balcones, se insultaba a la gente que se atrevía a caminar por la calle, como si fueran asesinos.

Ahora, acabo de volver al trabajo, por orden de los mismos superiores. Justamente cuando en Baleares estamos en los cuatrocientos o quinientos contagios diarios, con algunos picos bastante por encima. Ahora puedo sentarme con mis amigos en un bar y cenar tranquilamente a la fresca, sin que nadie me lance una mirada acusadora. «Si antes no podía dar de comer a las palomas de la plaza de España, ahora me permito un finde en Ibiza, como si nada. Antes, los histéricos exigían a sus vecinos que trabajaban en un supermercado, que se mudaran de finca, para evitar riesgos; hoy, en cambio, nos amontonamos en los mercadillos, pujando por un calcetín que acaba de llegar de China.

A mí me mandaron encerrarme en casa en marzo, porque dar clases a jóvenes universitarios era tremendamente peligroso. Entonces, la edad media de los fallecidos por el virus superaba los sesenta años. Hoy reanudamos la actividad docente, pese a que el virus parece haberle cogido el gusto a los más jóvenes y la edad media de sus víctimas ha bajado de los cuarenta. En aquellos días, con menos de doscientos contagios diarios, no podíamos salir de casa. Ahora están prohibidas las reuniones de más de diez personas. Pero si esa reunión es académica, entonces el número no importa porque al parecer el virus huye de las conversaciones complejas. Vamos, que diez personas reunidas no son igual a diez personas reunidas. Todo depende.

Motivar a la tropa en una guerra no es fácil, pero deberían recordar que los soldados piensan, atan cabos, y ahora mismo sospechamos que las órdenes son incoherentes, carecen de lógica. En una guerra, la lógica es fundamental porque sin ella los jefes pierden la credibilidad. Y la chusma que somos la tropa intuimos que los generales entienden tan poco como nosotros. ¿El estado de alarma era necesario para aquellos diez mil contagios diarios de marzo pero no para los diez mil de ahora? ¿Por qué en abril no podíamos caminar fuera del municipio y ahora podemos volar a cualquier rincón de España? Aquí lo importante es la coherencia; saber si nuestros generales están aún cuerdos.

Tengo que admitir que en la historia de la humanidad se han ganado muchas batallas enloqueciendo al enemigo. Porque una guerra se puede dar de forma convencional, de frente, siguiendo los manuales –a la alemana, me entienden–, o subvertiéndolo todo y haciendo que el enemigo no sepa por dónde le vamos a caer, ni siquiera si le vamos a caer. Ahora mismo, el virus debe de estar frotándose los ojos con España: ninguna de las lecciones que aprendió en el combate de marzo y abril se repiten: si entonces íbamos con guantes al supermercado, ahora lo hacemos con mascarillas; si entonces desinfectábamos las calles con lejía, ahora lo hacemos con botellón; si en abril sólo salíamos a pasear al perro, hoy sólo entramos a casa a darle de comer; si entonces no respirábamos en las calles, hoy no fumamos. Entonces, la dirección la llevaban unos generales en Madrid; hoy manda todo el mundo, cada cual por su lado. Igual nos va bien para enloquecer al enemigo. Desde luego, no quisiera estar en el lugar del virus y tener que prever por dónde le vamos a salir.