El presidente de Uruguay Luis Lacalle Pou. | Efe

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Hasta Mario Vargas Llosa expresó su admiración por la extraordinaria gestión contra el coronavirus que ha llevado a cabo Luis Lacalle Pou (su apellido materno procede de una familia valldemossina) al frente de Uruguay. Lacalle, que había asumido la presidencia del Gobierno el primero de marzo, se encontró sobre la mesa con una pandemia sin precedentes. En contra de lo que han hecho muchos otros gobiernos, decidió limitarse a pedir a la gente que redujera su actividad social, pero sin prohibiciones, ni sanciones. El resultado, a día de hoy, es que en Uruguay apenas ha habido doscientas infecciones y unos veinte muertos.

Las televisiones argentinas hostiles al gobierno peronista de Alberto Fernández se desgañitan mostrando lo bien que lo ha hecho Uruguay, en contra de Argentina, donde tienen la cuarentena más larga del mundo, con más de cien días, saldado hasta ahora con casi 700 muertos. Hace unos días, una televisión entrevistaba a Lacalle, preguntándole cómo había conseguido adoptar las medidas correctas en el momento correcto. El presidente uruguayo apenas podía disimular su satisfacción, aunque yo creí adivinar que probablemente estaba pensando que hizo lo primero que se le pasó por la cabeza.

Es evidente que el ser humano, también ante un virus desconocido, necesita culpables humanos, con cara y ojos, a los que echarles toda la responsabilidad. Aunque yo creo que esta búsqueda de ineptos se nos está yendo la mano. Es posible que Lacalle adoptara algunas medidas correctas; es posible que Fernández se equivocara en alguna cosa; tal vez Sánchez debió prohibir las manifestaciones de aquel desgraciado domingo de marzo; quizás Macron, Conte o Johnson pudieron haber adoptado alguna decisión que obviaron, pero esencialmente la pandemia que nos ha venido sacudiendo en el mundo se debe a un virus de comportamiento absolutamente caprichoso, ocasionalmente agresivo a rabiar, de trayectoria imprevisible.

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Pensar que puede haber una razón lógica que explique la tremenda mortalidad en el norte de Italia comparada con el escaso impacto letal en el sur, por dar un ejemplo llamativo, es satisfacer esa necesidad de tener siempre un chivo expiatorio en quien cebarnos. Sería lo mismo que decir que los varones, o los mayores, o los diabéticos, o los calvos, o los negros, algo deben de haber hecho mal para que el virus los haya escogido como sus víctimas preferidas.

Otra cosa es que algunos gobernantes hayan sostenido teorías completamente ridículas, sin fundamento científico alguno; que no hayan sido transparentes en algo tan sencillo como las cifras de muertos; que hayan aprovechado la epidemia para adoptar medidas fuera de lugar; que se hayan rodeado de especialistas en política y no en virología; que hayan huido de sus responsabilidades, o que nos hayan mentido con las compras de material.

Probablemente haya muchas razones para el enfado con nuestros gobiernos, pero creo que el argumento de que el virus haya sido especialmente cruel en nuestro país, o que nuestras cifras son aterradoras, o que no resistimos la comparación con ningún país africano, es injusto e injustificable. Tanto como decir que Lacalle Pou lo hizo magníficamente bien, sin que seguramente ni él mismo sepa qué es lo que ha hecho bien.