José Ramírez lleva 4 años de portero en el edificio Hornabeque de Palma. | Jaume Morey

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Una escalera de un edificio de clase media. Situaciones de amor y fracaso entre vecinos. En Historia de una escalera, el dramaturgo Antonio Buero Vallejo retrató las cosas reales que ocurrían en una comunidad. Los porteros y conserjes, ese sector que todavía se mantiene en la trinchera, saben bien de estas historias. Aunque cada vez son más pocos, son empleados esenciales en época de pandemia, «pero nos tienen olvidados».

David Díaz tiene 45 años y lleva casi dieciséis en el edificio Frontón del Paseo Mallorca. Es un bloque emblemático de 102 pisos. «Me acuerdo que el primer día que llegue me costó mucho ubicarme. Tardé un mes en conocer todo el edificio», reconoce entre risas. Si le preguntas por esta profesión, David no duda ni un segundo en decir que «para dedicarte a esto, primero te tiene que gustar». En esta primera ‘historia de una escalera’, este conserje, que se presenta con dos manojos de llaves y un limpiacristales colgado de un bolsillo del pantalón, cuenta una que le concierne. Era la noche de la Cabalgata de Reyes de hace cinco años. «Escuché un ruido raro en un motor y fui a ver qué era. De repente, un tornillo se soltó y se clavó en mi cabeza. Mi mujer, al verme, se desmayó». A David le pusieron ocho puntos pero ni siquiera eso le impidió seguir al mando del Frontón.

David Díaz

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«Un portero vale más por lo que calla que por lo que habla». Es la filosofía que sigue José Ramírez, de 42 años, que preside el hall del edificio Hornabeque desde hace cuatro años. El silencio se ha apoderado en el último mes de todos los rincones. «Mi día a día ahora es desinfectar todo. Los vecinos están asustados por esta situación, pero cumplen con el confinamiento». Lo dice porque se preocupa mucho de la comunidad. Sabe quién sale y quién entra desde primera hora del día. «He encontrado aquí mi lugar en el mundo», reconoce, orgulloso.

Los porteros y conserjes son los mismos empleados pero con la diferencia de que el primero duerme en el edificio y el segundo, no. Dos de los requisitos fundamentales, que comparten estos trabajadores, para que el edificio esté controlado es tener nociones de mantenimiento y don de gentes. «Aquí hay que ser un ‘manitas’. Si el bloque funciona bien, los vecinos también», asegura David desde el patio interior. Tanto él como José sostienen, sin conocerse, que tienen más momentos buenos que malos. En concreto, a José le ha sido fácil conectar con el vecindario. «Cuando llega Navidad, me agasajan con regalos». Entre sus momentos inolvidables, él recuerda uno con mucha tristeza. Esta sería la segunda ‘historia de una escalera’, la de la muerte de Pep Gómez en la Nochebuena de 2017, un propietario «de toda la vida. Éramos amigos. Teníamos una estrecha relación, y cuando me enteré de su fallecimiento, lloré como un bebé por estos escalones», añade señalando la entrada principal.

El Passeig Mallorca es una de las principales zonas de la clase alta de Ciutat, y donde todavía se pueden ver a los porteros como antaño. Humberto González es un uruguayo de 65 años que desde hace 10 trabaja en el edificio número 34. Convive en el bloque con su mujer, María. Limpia la finca diariamente aunque también hace las funciones de mecánica o electricidad debido a su amplia trayectoria en estos sectores. «Es una comunidad tranquila, con 13 viviendas. Llevo toda mi vida tratando con gente, y una de las cosas más positivas de este trabajo es que cada día haces algo diferente», dice.

La tercera de las ‘historias de una escalera’ trata sobre un paraguas de marca. «Una vecina lo dejó en la zona de la basura. Lo vi y lo lancé al camión, pensando que lo había abandonado. A los pocos minutos, la señora me preguntó por su paraguas y le dije que lo tiré». Lo dice riendo porque al final todo quedó en una anécdota. En Baleares no existe un gremio de porteros y conserjes. David cree que es un oficio «olvidado, y somos tan esenciales como el resto de empleos».