La rampa de los juzgados muestra las barreras y unos juzgados desiertos. | Laura Becerra

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Un juzgado de guardia en el que hasta los calabozos están cerrados. El ecosistema habitual de las guardias de fin de semana en los juzgados de Via Alemania de Palma está formado por detenidos, familiares que les aguardan en la cumbre de la rampa, policías que los llevan y los traen, ciudadanos que esperan para declarar o denunciar y funcionarios que aprovechan el aparcamiento para dejar el coche allí, aunque no trabajen. Toda esa fauna se ha trasladado a una pantalla de televisión: la videoconferencia manda. La primera señal de que es un tiempo raro es que ese parking esté casi vacío: seis coches nada más a las once de la mañana. No se veía cosa parecida desde que declaró la Infanta y estaba tomado el edificio por la policía. Este sábado, sin embargo, ni un solo agente de policía. Un ejercicio habitual en Vía Alemania es identificar policías de paisano e investigados sólo por la indumentaria. Ahora no se puede hacer: no hay nadie. Funcionarios, el personal de seguridad y el de limpieza.

Es cierto que las guardias de sábado no eran las más ajetreadas de la semana en el tiempo normal. Las rellenaba la noche del viernes de conductores borrachos, algún robo que otro, unas cuantas peleas y violencias de género. El nuevo conductor ebrio es ahora el desobediente de las normas de confinamiento. Ayer pasaron a disposición judicial media docena: tres jóvenes salieron con una orden de alejamiento del parque Krékovic ordenada por la magistrada Piedad Marín. Una guardia ligera, explica uno de los abogados que estaba de guardia, Miquel Ángel Ordinas: fue el último en marcharse del edificio y no eran las cinco y media de la tarde. Su compañero, Llorenç Salvà, explica el método exprés. Todo se hace por videoconferencia. El abogado que antes se comunicaba con el cliente por la ventanilla del juzgado, ahora lo hace por una pantalla: uno en las dependencias judiciales y el otro en la jefatura de la Policía Nacional: declara esto, no declares. No hay conducción, ni furgón aparcado en la puerta ni paseo. La rampa de los juzgados se queda desierta y los familiares de los habituales tampoco tienen la posibilidad de hablar con los detenidos por la ventanilla que da a la calle.

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Los detenidos del sábado tampoco tenían especial complejidad: si la policía te ha pillado fumando porros en un parque en pleno confinamiento no hay mucho que discutir. Ninguno de ellos llegó a declarar siquiera. El número también tiende a ser más bajo. Siete el sábado, siete tambien el viernes: una desobediencia, cuatro por robos, unas amenazas y un violencia de género. También una guardia relativamente tranquila. Entre semana el contraste en los alrededores de la sede judicial es más abrupto: una zona rica en funcionarios y personas de paso, con cafés y terrazas llenos ahora está en completo silencio. Otro mundo.

Las medidas adoptadas para evitar el tránsito de personas por las sedes judiciales han sido absolutas: nadie entra en el juzgado. Los funcionarios muestran su tranquilidad con la medida. Algún que otro investigado despistado todavía se presenta para firmar. Cuando se le dice que no hace falta preguntan extrañados: «¿No vendrán a detenerme?» Tienen que estar disponibles ante posibles llamadas para comprobar su paradero. Otros están preocupados por plazos: todos suspendidos. Los pocos juicios que se hacen son también por videoconferencia desde la cárcel. Las causas con preso no se han detenido del todo, pero se reducen a pactos a través de la pantalla. El flujo de papel se ha detenido y apenas salen notificaciones. Como si fuera el mes de agosto.