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El 12 de octiubre, aniversario del descubrimiento de América, podría ser una fecha apropiada para celebrar la fiesta nacional, común a todas las comunidades del Estado. Incluso uno de los monumentos más emblemáticos de Barcelona es la estatua a Colón. Si España hubiera tenido un desarrollo democrático normal desde el siglo XIX a la actualidad no habría discusión en este aspecto. El problema es el franquismo, que prostituyó todo cuanto tocó y dejó partida y desmoronada la conciencia colectiva. Este 12 de octubre se han producido notables ausencias en el acto celebrado en Madrid, comenzando por la propia alcaldesa, Manuela Carmena, así como ausencias sonadas de presidentes autonómicos (no ha sido el caso de Francina Armengol). Un año sí y otro también la fiesta de todos se ha convertido en foco de tensiones. Pasa lo mismo con todo lo que manipuló el franquismo durante cuatro décadas.

Franco convirtió el 12 de octubre en la Fiesta de la Raza, supuesta exaltación de unos valores raciales celtibéricos que con la distancia producen risa, pero que dejó marcada la fecha. El Gobierno socialista de Felipe González la formalizó como fiesta nacional, pero no pudo evitar que en realidad se convirtiese en una celebración institucional, sin calor popular.

La fiesta nacional francesa es el 14 de julio. Rememora los hechos de 1789, cuando el pueblo de París asaltó la cárcel de la Bastilla aplastó antiguo Réginen. Hoy día, las piedras de la Bastilla son un puente sobre el Sena, «para que el pueblo pueda pisarla cuando quiera». Pocos años después guillotinaron en la actual Plaza de la Concordia a Luis XVI tras haber asaltado sus dos palacios, primero Versalles y luego el situado junto al Sena. Cada año desfilan sus fuerzas armadas y el pueblo entona La Marsellesa, un canto a la formación de las milicias populares en defensa del orden republicano. El 14 de julio nace de las entrañas del pueblo. Ningún dictador la ha conseguido prostituir jamás.

Los norteamericanos conmemoran el 4 de julio, fecha de la proclamación de su independencia. En la declaración formada por los representantes de las trece colonias en 1776, que contiene una durísima diatriba contra los jueces del Rey Jorge de Inglaterra y anuncia su fe inconmovible en una sociedad de derechos inalienables centrada en la búsqueda de la felicidad. Jamás ningún militar se ha levantado contra sus símbolos democráticos. Nadie los ha prostituido en su más íntimo significado. Los ciudadanos norteamericanos tienen el derecho constitucional a tener armas y a formar la milicia y a destituir a su propio Gobierno si éste hiciese lo contrario a lo que se ha comprometido. Jamás han hecho uso de este derecho, porque nunca nadie ha coartado sus libertades.

El himno norteamericano, un poema escrito por un abogado de Baltimore y adaptado a una música en origen de taberna, es la descripción del ataque de la escuadra británica a Ford McHenry en 1816. Y la tozuda resistencia de las milicias populares yanquis al intento inglés de reconquistar su colonia. El «barras y estrellas» fue una composición cantada en los hogares durante muchas décadas. No fue el himno de la nación hasta 1930, junto después del crack del 29, cuando el presidente Hoover, uno de los culpables de aquel desastre económico, comprendió que el espíritu de los que habían construido la nación debía ser exaltado. Aquel espíritu izo posible la movilización general y el aplastar a Hitler y Mussolini unos años más tarde.

Una fiesta nacional es entraña de libertad. La revolución francesa surgió desde abajo; leyendo periódicos y organizando mítines en las plazas; la independencia norteamericana se hizo realidad cuando en las calles de sus ciudades se formaron las milicias para enfrentarse a los ejércitos y los funcionarios del rey Jorge, que les ahogaban a impuestos. Los colores de la bandera de la República Federal Alemana, negro, dorado y rojo, corresponden a los de las milicias populares formadas de abajo a arriba tras el hundimiento de su ejército después del ataque napoleónico. Siempre desde abajo, siempre desde la entraña popular.

Una fiesta nacional ha de tener un profundo sentido democrático y ha de ser un autohomenaje del pueblo que la hecho posible la eclosión de la libertad. Una auténtica fiesta nacional es el homenaje de las élites al conjunto de la nación en señal de agradecimiento. Una fiesta nacional es la victoria del pueblo. Y el 12 de octubre no es eso. Con el tiempo podría adquirir este sentido, pero Franco, que había ganado la guerra con las armas de Hitler y Mussolini, la convirtió en una exaltación de «la raza». Y eso lo contrario de lo que significa la democracia. Las grandes fiestas nacionales son el triunfo conjunto de élites empujadas por sus bases, para, todos juntos, construir una sociedad modélica, orgullosa y libre.